jueves, 21 de febrero de 2013

Detrás de Roma

Es un tema recurrente, explorado, quizá un tanto obvio, pero no por todo eso menos potente: el vínculo entre un padre y un hijo a través del prisma que nos ofrece el fútbol. Acá va un ejemplo, de mi amigo Ale Wall en Tiempo Argentino, y otro de Nahuel Gallotta publicado en la sección Mundos Íntimos de Clarín. La muerte de Antonio Roma, uno de los grandes arqueros de la historia bostera, me trajo el siguiente: en el último partido de Boca de 2012, frente a Godoy Cruz en La Bombonera, el club lo homenajeó. Ese día se cumplían cincuenta años de la atajada. Roma se apareció en la cancha. Por delante iba su panzota. Tenía el pelo blanco y una camisa negra: conservaba la facha, el porte de Tarzán. Lo veíamos, con mi viejo, desde la platea para periodistas. Sobraba una credencial en el diario y me pareció piola invitarlo. Al fin y al cabo, él me había llevado por primera vez allí, aquel uno a cero a Argentinos con el gol de Alfredo Moreno, acaso mi regalo del cumpleaños de once, y ahora yo, así, se lo agradecía. Llegamos a nuestras ubicaciones. Saqué el papel para los apuntes, coloqué el celular con el cronómetro en cero y me calcé los auriculares. Él miraba asombrado. Habíamos bajado a la puerta del vestuario y había visto al Flaco Schiavi, que jugaría su partido de despedida con la camiseta azul y amarilla. En la radio, de repente, Walter Saavedra anunció que iban a pasar el relato de Bernardino Veiga del penal tapado a Délem contra River en 1962. Le pasé un auricular. Era el relator que escuchaba mi papá de chico. Roma se ubicó en el arco. No pegaba saltos, no era un Godzilla suelto en La Boca, no era un clásico: era un abuelo que, dispuesto, afable, posaba para los fotógrafos y saludaba. Fueron unos segundos, la voz de Bernardino en nuestros oídos y corazones, en los que validé la felicidad que, sin pedir nada a cambio, gratis, nos regala la condición de ser hinchas. De ser padres. De ser hijos.