martes, 24 de marzo de 2015

Enterrar

-Parrottino te mato.

Pablo se descolgó de la persiana de metal del estacionamiento, la agitó sin demasiada fuerza, giró y quedó de frente al escudo de Boca que iluminaba la noche de azul y amarillo. En el medio, yo, y lo que me dijo: una sentencia nerviosa de corrido: parrottinotemato. 

Salió disparado por la calle Brandsen. Le preguntó a un pibe que se asomaba desde La Glorieta de Quique si el hombre que cuidaba los autos se había ido. Con sus palabras, casi que lo mandó a que se fijara si seguía adentro del galpón, acariciando al perro, escondido en la oscuridad del tinglado en el que guardan los autos los días de partido los empleados de Boca. Miró desde la vereda. Y no: se había rajado.

Pablo trabaja ahora como jefe de prensa del club. Hace dos años me editaba notas en el diario. Cuando terminó el partido con Defensa y Justicia y bajé a escribir al departamento de prensa, me dijo que dejara la notebook a un costado, que me sentara en su computadora. Sus compañeros se empezaron a ir mientras escribía la nota. Tardaba. Tuve que dejar unos minutos la compu para que subieran un video al canal oficial de Boca en YouTube. No es excusa. Me gusta tomarme mi tiempo. Chequear y rechequear. Agregar una palabra, citar, cortar una frase, darle un rulo al final. Cuando hay margen, soy lento. “No te la puedo creer. Otra vez me estás enterrando, Parrotta”, me jodió, y me sacó una foto sentado en el escritorio. Se la envió por WhatsApp al editor que esperaba mi texto en la redacción. “Que se apure o pego un cable de Télam”, le respondió. Enterrar, en el argot del periodismo gráfico, es la acción de tardar más de la cuenta, de sobrepasarse de la hora de cierre. Pensé que lo tendría que enterrar de verdad cuando lo escuché decir que había quedado guardado en la guantera del auto el pasaporte -y la valija en el baúl-, y que en siete horas volaba a Venezuela junto al equipo. Pablo traspiraba, hacía y recibía llamados, traspiraba más, caminaba ya por los pasillos de La Bombonera, volvía al hall, pasaba por el costado del busto de Camilo Cichero. Ensayó, en vano, una técnica de respiración oriental. Imaginó al viejo cuidacoches empinando un vaso de vino tinto en un tugurio de La Boca. Era sábado a la noche. Se intuyó explicándole a uno y a otro por qué se perdía la primera salida al exterior con Boca.

Pasó una hora. O más. Un último llamado lo calmó un poco. Igual iba y venía. Se asomó por la puerta tres, al costado de las ventanillas de Cobranzas y, entonces, vio venir a paso firme por el pasaje Juan de Dios Filiberto a Silvestre, el capataz del estadio que vive a tres cuadras, un señor de unos cincuenta y tantos, corpulento, canoso, con ropa de trabajo Pampero.

-Estaba leyendo el diario. No hay problema.

Silvestre nos condujo al cuarto de maestranza y abrió una cajita amurada a la pared en la que, nos contó, se guardan las copias de las llaves de La Bombonera. En el fondo, estaba maravillado por conocer un lugar secreto de la cancha: soy bostero. Pero era ahora el cofre de la felicidad. “Vamos a probar si andan, porque las hice hace poco”. Pablo pensó que sí, que podía pasar que se trabaran en las rendijas porque justo ese día había bajado para plastificar el cartelito que coloca en el parabrisas e identifica de quién es el auto, porque justo ese día le había caído yo y se había ofrecido a bancarme, porque por diez putos minutos, por mala suerte, según nos contó el guardia de seguridad del hall, habíamos perdido al viejo del estacionamiento. Pensé que qué bueno que el club tenga empleados que vivan cerca de la cancha; y pensé esto: no hay nada más lúgubre que La Bombonera de noche después de un partido: papeles que se aspiran, luces que se apagan, gritos que se alejan. La desolación. El vacío después del lleno.  

Cruzamos. La puerta abrió. Feliz domingo.

En el camino de vuelta, arriba del auto, sólo hablamos de lo que había pasado. “Me sentí un hijo de puta, Pablín, el peor del mundo”, le comenté. “Tendrías que haber visto tu carita en el hall”, me sorprendió. ¿Era yo el que lo miraba a él o al revés? Todavía resuena en mi cabeza: Parrottino te mato: parrottinotemato. 

Porque si había un entierro, había una muerte.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Laferrere

“Los campeonatos de penales. Está ese mito. De tres jugadores siempre se habló de eso: de la Vieja Moreno, de Ortigoza, y de Garrafa Sánchez. ¿Es verdad? ¿No es verdad? 'No, no existen más', nos decían. Bueno, después de un año, un tipo nos dijo: 'Pero el campeonato que jugaba Garrafa todavía se juega'. Empezamos a contactar a los tipos. En las afueras, en la periferia de Laferrere. Ellos les dicen 'en los kilómetros'. Entonces vamos a los tipos y primero te desconfían, piensan que sos de Chiche Gelblung. 'No, no, es por Garrafa'. 'Ah, Garrafa jugaba con nosotros. Él me ganó la final a mí'. Y entonces te empiezan a contar las historias. 'Yo hace seis años que vivo de patear penales'. Es una cosa lúgubre: se juntan a las diez de la noche y terminan a las seis de la mañana. 'Acá lo único que tenemos es potrero, acá no hay boliche, no hay bar, es la nada misma, ¿con qué nos vamos a divertir?'. Y lo loco es que si bien se juega por plata, porque Garrafa siempre se defendía diciendo eso, él decía eso y que jugaba para divertirse. Y los tipos se cagan de risa. Y si vos vas a un casino te das cuenta de la tensión, de la enfermedad de la gente. Son los cien mangos que en otro contexto un tipo se gasta un sábado a la noche en una salida. La diversión de estos tipos es salir a patear la pelota”.

Sergio "Cherco" Smietniansky, productor ejecutivo de El Garrafa. Una película de fulbo