viernes, 17 de febrero de 2017

La competencia de las palabras

Marco Anelli, "Il calcio". https://goo.gl/o2QU6l
A Ezequiel le había empezado a molestar cómo Ayelén dejaba desenrollado el papel higiénico de los animalitos. Quería ver sólo al lobo, no al león, la jirafa, el hipopótamo y la serpiente, el reptil que le aparecía siempre –y en cantidades– en las pesadillas. Lo pensaba mientras caminaba hacia la cancha junto a Ayelén, aunque en verdad sabía que lo que le zumbaba en la cabeza era saber si eso era la convivencia, y si él era un cagón al sentir miedo por compartir algo más con alguien.

–¿Sabés cómo se llama ese olor? –lo sacó de ahí ella.

Ezequiel recién entonces sintió el pelo humedecido. Respiró hondo. Algo fuera de lo normal iba a salir de la boca de Ayelén. Lo tenía acostumbrado. La otra noche, mientras cenaban y se protegía con frases cortas, había visto cómo de la nada se subía a una silla para sacar de un manotazo, con la furia de Mike Tyson, el mosquito que reposaba en la pared blanca. Dudaba, durante esos arranques, si la conocía desde primer grado o si atravesaban los primeros minutos a solas. Hasta que se reía, lo contagiaba, y ya no elucubraba nada.

–¿Sabés o no? –lo apuró.

Anochecía. En el cielo del estadio, allá, relampagueó. Caían gotones. Ezequiel se adelantó. Esquivó a un pibe que cantaba una canción revoleando la remera. Escuchó el trueno.

–Petricor –dijo Ayelén, sin esperar respuesta–. Petricor se llama ese olor que sale cuando cae la lluvia sobre la tierra seca. ¿Se entiende?

Ezequiel le sonrió de costado. Giró la cara. Había dejado de pensar en los animalitos del papel higiénico. Llovía un poco más fuerte. Quería verla desde esa perspectiva, medir el ángulo con los ojos, porque ella sabía que lo miraba, y él que llegaba la parte en que ella se desentendía por completo porque le había ofrecido una palabra de su agrado. No pidió más explicación. Qué especial que sos, se dijo. Especial, en todas las acepciones, se dijo, como para ponerse en carrera en la competencia de las palabras. Por dentro, sin embargo, comprendía que esta vez corría de atrás, que le había clavado un dagazo en el estómago, porque el amor se siente como herida descontrolada en el vientre.

Lo intuyó como la única certeza mientras pensaba en siete cosas al mismo tiempo después de que se fumaran un porro. Miraba sin ver el recital que daba el equipo. "Hablame porque me doy vuelta como una media", casi que le suplicó. Ayelén se inclinó, y le dijo en el medio de la tribuna, al oído: "Te odio mucho". Parada un escalón arriba, le apoyó la mano en el hombro.

Petricor, leyó Ezequiel días después en la oficina, cuando gugleó, es la unión de petros, que significa piedra, e ikhôr, el néctar que fluía por la sangre de los dioses para convertirlos en inmortales.

–Sé que me voy a morir –le escribió por wasap, aunque era más romano que griego–, pero también sé que mientras esté vivo soy inmortal.

Ayelén lo leyó. Qué denso, pensó. Encastró el celular en el sillón. Salió al balcón. Fumó un cigarrillo. Entró y se recostó, de espaldas al ventanal, mirando el techo. Cerró los ojos. Comenzó a dormirse con el ruido de las primeras gotas que golpeaban el techito de chapa del aire acondicionado.