domingo, 29 de octubre de 2017

La piedra de la verdad

El soberano era un hombre respetado en todo el mundo; su sonrisa apacible mostraba que vivía, efectivamente, a cuerpo de rey; pero en su interior su alma era pequeña y mezquina como una arvejita. Tenía dos hijos: el menor era de su agrado, pero temía al mayor. Una mañana sonaron los tambores en el castillo, y el rey partió con sus hijos a caballo, seguido por una importante escolta.
Marcharon por dos horas hasta llegar al pie de una montaña oscura, muy escarpada y casi sin vegetación.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó el hijo mayor.
—Atravesaremos esa montaña —dijo el rey, y sonrió para sí.
—Mi padre sabe lo que hace —replicó el hijo menor.
Cabalgaron dos horas más, hasta llegar a orillas de un río negro que era increíblemente profundo.
—¿Adónde vamos? —preguntó el mayor.
—Cruzaremos el río negro —dijo el rey, y ocultó una sonrisa.
—Mi padre sabe lo que hace —dijo el menor.
Luego de cabalgar todo el día, con las últimas luces del atardecer, llegaron al borde de un lago, donde se alzaba un castillo.
—Ése es nuestro destino —dijo el rey—, es la morada de un rey que también es sacerdote; en esa casa aprenderán cosas muy importantes.
El señor de la casa —que era rey y también sacerdote— los aguardaba en la entrada. Era un hombre de aspecto solemne. A su lado estaba su hija: tenía la belleza del amanecer, la sonrisa suave y los párpados entornados con recato.
—Éstos son mis dos hijos —dijo el primer rey.
—Y ésta es mi hija —dijo el rey que era también sacerdote.
—Es una doncella muy hermosa y delicada —continuó el primer rey —, y me agrada la manera cómo sonríe...
—Tus hijos son gallardos —respondió el segundo rey—, y me gusta su seriedad.
Los dos reyes se miraron y se dijeron: "Puede que esto resulte bien".
Entretanto, ambos jóvenes contemplaban a la doncella. Uno de ellos palideció y el otro se ruborizó, mientras ella miraba hacia abajo y sonreía.
—Ésta es la doncella con la que me voy a casar —dijo el hermano mayor—, pues creo que me ha sonreído.
Pero el menor tomó al padre del brazo.
—Padre —dijo—, permíteme decirte una palabra al oído: si cuento con tu apoyo y aprobación, ¿no podría ser yo quien se casara con la doncella, puesto que me parece que es a mí a quien sonríe?
—Y yo te digo —contestó el rey, su padre—: la paciencia asegura una buena cacería, y guardar silencio es signo de prudencia.
Entraron en el castillo y fueron agasajados con un festín. La casa era hermosa e imponente y los jóvenes quedaron maravillados. El rey que era sacerdote estaba sentado en la cabecera de la mesa y permanecía en silencio, así que los jóvenes mantuvieron una actitud reverente. La doncella les servía con su discreta sonrisa, de modo que el corazón de los jóvenes se colmaba de amor.
Cuando el mayor se levantó al amanecer, encontró a la doncella hilando, puesto que la joven era hábil y diligente.
—Doncella —le dijo—, quiero casarme contigo.
—Debes hablar con mi padre —respondió, mientras miraba hacia abajo sonriendo, y lucía como una rosa.
"Su corazón me pertenece", se dijo el hijo mayor y, cantando, se encaminó hacia el lago.
Poco después llegó el hijo menor.
—Doncella —le dijo—, si nuestros padres lo aprueban, mucho desearía casarme contigo.
—Puedes hablar con mi padre —respondió ella. Miró hacia abajo, sonrió y floreció como una rosa.
"Es una joven respetuosa de su padre", se dijo el menor. "Será una esposa obediente". Y entonces pensó: "¿Qué debo hacer?".
Recordó que el rey, su padre, era sacerdote, así que se dirigió hacia el templo y sacrificó una comadreja y una liebre.
Rápidamente se propagaron las noticias; los dos jóvenes y el primer rey fueron convocados ante el rey que también era sacerdote, quien los aguardaba sentado en su trono.
—Poco me importan bienes y posesiones —dijo el rey que también era sacerdote—, y poco el poder. Pues nuestra vida transcurre entre las sombras de las cosas y el corazón está hastiado del viento. Pero hay una cosa que amo, y ésa es la verdad. Y sólo por una cosa entregaré a mi hija, y ésa es la piedra de la verdad. Porque al reflejarse en esa piedra, las apariencias se esfuman y se ve la esencia del ser, y todo lo demás carece de valor. Por lo tanto, jóvenes, si desean desposar a mi hija, vayan en busca de esa piedra y tráiganmela porque ése es el precio por ella.
—Padre, permíteme decirte una palabra al oído —dijo el menor a su padre—. Creo que podríamos arreglarnos muy bien sin esa piedra.
—Y yo te digo —respondió el padre—: comparto tu idea, pero guardar silencio es lo más prudente. —Y le sonrió al rey que también era sacerdote.
Pero el hijo mayor se dispuso a partir y se dirigió al rey que era sacerdote con el nombre de "padre".
—Ya sea que despose o no a tu hija, me permitiré llamarte con ese nombre por amor a tu sabiduría, y de inmediato saldré a recorrer el mundo en busca de esa piedra.
Se despidió y se lanzó a cabalgar por los cuatro vientos.
—Creo que yo haré lo mismo, padre, si tengo tu permiso, pues esa doncella está en mi corazón.
—Tú vendrás a casa conmigo —respondió el padre.
De modo que cabalgaron de regreso a su hogar; al llegar al castillo, el rey guió a su hijo hacia la estancia donde guardaba sus tesoros.
—He aquí —dijo el rey— la piedra que muestra la verdad, pues no hay otra verdad que la simple verdad, y si te miras en ella, te verás tal como eres.
El hijo menor se miró en ella, y vio su rostro como el de un joven imberbe, y se sintió muy complacido, ya que la piedra era también un espejo.
—No se trata de algo tan especial que merezca un gran esfuerzo —dijo—, pero si me permite desposar a la doncella, bienvenido sea. ¡Qué tonto es mi hermano! ¡Sale a recorrer el mundo buscando algo que está en su propia casa!
Y así fue que cabalgaron de regreso hacia el castillo y le mostraron el espejo al rey que era sacerdote.
Cuando se hubo mirado en el espejo y se vio a sí mismo como rey y a su castillo y a su trono tal como eran, comenzó a bendecir a Dios a viva voz, y dijo:
—Ahora sé que no hay otra verdad más que la simple verdad, que soy en realidad un rey, aunque mi corazón me llenaba de dudas.
Y mandó destruir su templo y construir uno nuevo, y el hijo menor del primer rey se casó con la doncella.
Mientras tanto, el hijo mayor recorría el mundo en busca de la piedra de la verdad; cada vez que llegaba a un paraje habitado, preguntaba a los lugareños si habían oído hablar de aquella piedra.
Y en todas partes le respondían:
—No sólo hemos oído hablar de ella, sino que somos los únicos, entre todos los hombres, que la poseemos, y desde siempre cuelga a un lado de nuestra chimenea.
Entonces el hijo mayor sentía gran alegría y rogaba que le permitieran verla. Algunas veces se trataba de un trozo de espejo, que reflejaba las cosas tal como se veían, y el joven decía:
—No puede ser ésta, porque tiene que haber algo más que la apariencia.
Otras veces se trataba de un trozo de carbón, que nada reflejaba, y él decía:
—Es imposible que sea ésta, pues ni siquiera muestra las apariencias.
En más de una ocasión encontró una piedra de toque real, de bellos matices, lustrosa y resplandeciente; en tal caso, rogaba que se la dieran, y la gente así lo hacía, pues todos los hombres eran generosos de aquel obsequio, hasta que, por fin, su saco estuvo tan lleno de tales piedras que chocaban y resonaban entre sí mientras cabalgaba. Cada tanto se detenía a la vera del sendero, sacaba las piedras y las ponía a prueba hasta que la cabeza le giraba como aspas de molino.
—¡Maldito sea este asunto! —exclamó el hijo mayor—. ¡No percibo su fin! He aquí la piedra roja, allá la azul y la verde, todas me parecen excelentes, y sin embargo, una empalidece a la otra. ¡Maldito sea el trato! Si no fuera por el rey que es un sacerdote, y al que he llamado padre, y si no fuera por la hermosa doncella del castillo, que endulza mis labios y colma mi corazón, arrojaría todas las piedras al agua salada, y regresaría a mi hogar para ser un rey como cualquier otro.
Pero él era como el cazador que ha visto un ciervo en las montañas, y aunque caiga la noche y se encienda el fuego y las luces brillen en su hogar, no puede arrancar de su corazón las ansias de poseer aquel ciervo...
Y bien, después de muchos años, el hijo mayor llegó a la orilla del mar; la noche era oscura y el lugar desolado. Se sentía el clamor de las olas. Por fin divisó una casa y a un hombre sentado a la luz de una vela, pues no tenía fuego. El hijo mayor se acercó a él y el hombre le ofreció agua para beber, pues no tenía pan; y movió la cabeza cuando le habló, pues carecía de palabras.
—¿Tienes tú la piedra de la verdad? —preguntó el hijo mayor, y cuando el hombre asintió con la cabeza, exclamó—: ¡Debí haberlo imaginado! ¡Tengo conmigo un saco lleno de piedras! —Y rió, aunque su corazón estaba exhausto.
El hombre rió también, y con el aliento de su risa apagó la vela.
—Duerme —le dijo el hombre—, porque creo que has llegado muy lejos, tu búsqueda ha concluido y mi vela ya no tiene luz.
Entonces, por la mañana, el hombre puso un simple guijarro entre sus manos. Carecía de belleza y de matices. El hijo mayor lo miró con desprecio, meneó la cabeza y se fue, porque aquello le parecía muy poca cosa.
Cabalgó durante todo el día, tranquilo de mente, y aliviado su deseo de cazar.
—¿Y si este pequeño guijarro fuera la piedra de la verdad, después de todo? —murmuró para sí; se apeó del caballo y vació su saco a un lado del sendero.
Unas junto a otras, todas las piedras parecían desprovistas de matices y de fuego, y empalidecían como las estrellas del amanecer, pero a la luz del guijarro mantuvieron su belleza, aunque el guijarro era, entre todas, la más brillante.
El hijo mayor se golpeó la frente:
—¿Y si ésta fuera la verdad? —exclamó—. ¿Que todas ellas encierran un poco de verdad?
Tomó el guijarro y dirigió la luz hacia el cielo y el cielo abismó su alma; dirigió la luz hacia los cerros, y las montañas eran frías y escarpadas, pero la vida corría por sus laderas de modo que su propia vida renació; dirigió la luz hacia el polvo, y lo contempló con alegría y temor; dirigió la luz hacia sí mismo, y cayó de rodillas y elevó una oración.
—Gracias a Dios —susurró el hijo mayor—, he encontrado la piedra de la verdad, y ahora puedo regresar al castillo del rey y de la doncella que endulza mis labios y colma mi corazón.
Pero cuando llegó al palacio vio a unos niños jugando delante de la puerta donde el rey lo había recibido en los viejos tiempos, y se desvaneció su placer, pues dentro de su corazón pensó: "Mis propios hijos deberían estar jugando aquí".
Cuando entró en el castillo su hermano estaba sentado en el trono y la doncella a su lado. Sintió ira, pues dentro de su corazón pensó: "Yo debería estar sentado en ese trono, con la doncella a mi lado".
—¿Quién eres tú? —dijo su hermano—. ¿A qué has venido a mi castillo?
—Soy tu hermano mayor —le respondió— y he venido a tomar por esposa a la doncella, pues he traído conmigo la piedra de la verdad.
El hermano menor rió a carcajadas.
—¿Cómo dices? Yo encontré la piedra de la verdad hace años y me casé con la doncella y los niños que viste jugando son nuestros hijos.
Ante estas palabras, el rostro del hermano mayor adquirió el tono gris del alba:
—Ruego que hayas obrado con justicia, porque percibo que he malgastado mi vida.
—¿Con justicia? —dijo el hermano menor—. No es digno de ti, que eres un prófugo y un vagabundo, dudar de mi justicia o de la del rey, mi padre, pues ambos somos sedentarios y conocidos en toda la comarca.
—No —dijo el hermano mayor—, posees todo lo demás, pero ten paciencia también, y permíteme decirte que el mundo está lleno de piedras de la verdad, y no es fácil saber cuál es la auténtica.
—No me avergüenzo de la mía —dijo el hermano más joven—. Aquí la tienes, mírate en ella.
Entonces el hermano mayor se miró en el espejo y se asombró de pena, porque ya era un anciano de cabellos blancos. Se sentó en la sala y lloró.
—Ah —dijo el hermano más joven—. Fuiste un tonto; recorriste el mundo buscando lo que se encontraba en el tesoro de nuestro padre, y regresaste como un pobre viejo infeliz al que ladran los perros, sin mujer y sin hijos. Y yo, que cumplí con mi deber y fui cauto, estoy aquí, sentado en mi trono, coronado de virtudes y placeres, y feliz a la luz de mi hogar.
—Creo que tu lengua es cruel —dijo el hermano mayor, y sacó del bolsillo su simple guijarro y dirigió su luz sobre su hermano. ¡Ah! El hombre mentía, su alma se había encogido hasta el tamaño de una arvejita, y su corazón era una bolsa llena de pequeños temores parecidos a escorpiones, y el amor había muerto en su pecho. Entonces el hermano mayor lanzó un grito, y dirigió la luz hacia la doncella. ¡Oh! No era sino una máscara de mujer, y estaba muerta en su interior, y sonreía como hace tictac el reloj, sin saber siquiera por qué.
—¡Qué vamos a hacer! —dijo el hermano mayor—. Veo que existe tanto lo bueno como lo malo. Espero que les vaya bien en el palacio. Yo iré por el mundo con mi guijarro en el bolsillo.

Robert Louis Stevenson, en Cuentos breves para leer en el bus 1, 2004

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