martes, 31 de diciembre de 2019

Recuerdos

Recuerdo un gran níspero.

Recuerdo mi asombro y fascinación al contemplar los rascacielos de Nueva York desde Park Avenue, a la hora del crepúsculo.


Recuerdo la cazuelita de aluminio a la que le faltaba un asa y donde mi madre freía los huevos.


Recuerdo la voz de Rabagliati saliendo de un gran tocadiscos y cantando: “E tic e tac cos´è che batte è l´orologio del cuor”.


Recuerdo a Clark Gable muy joven, en blanco y negro, de espaldas; luego se vuelve y sonríe... Así. Un tunante irresistiblemente simpático. ¿Qué película era? Quizá Sucedió una noche.


Recuerdo la carpintería de mi abuelo y de mi padre. Mi abuelo está haciendo una silla.


¡Recuerdo el olor de la madera, el olor de la madera!


Recuerdo los uniformes de los alemanes.


Recuerdo a los refugiados.


Recuerdo que en una ocasión soñé que vivía en un dirigible. O quizás era una astronave.


Recuerdo a H. G. Welles, a Simenon, a Ray Bradbury.


Recuerdo las ilustraciones en color de La Domenica del Corriere. Y también Flash Gordon.


Recuerdo que Fellini me llamaba Snaporaz.


Recuerdo la primera vez que fui de campamento.


Recuerdo a Chéjov, en particular al capitán Solioni, que en Las tres hermanas dice: pío, pío, pío.


Recuerdo la primera vez que vi las montañas, y la nieve, y la emoción que sentí.


Recuerdo la música de Stardust. Era antes de la guerra. Bailaba con una chica que llevaba un vestido floreado.


Recuerdo los caballos del viejo anuncio de cervezas Peroni.


Recuerdo perfectamente el sabor y el olor del cocido de garbanzos.


Y recuerdo que la noche de Navidad se jugaba al bingo.


Recuerdo el terrible zumbido de los Liberators, los aviones norteamericanos del primer bombardeo sobre Roma.


Recuerdo la agilidad tan elegante de Fred Astaire.


Recuerdo la primera vez que el hombre pisó la luna al ralentí. Pero, ¿dónde estaba yo?


Recuerdo que fui por primera vez al cine en Turín. Vi Ben Hur, con Ramón Novarro. Tenía seis años.


Recuerdo París, cuando nació mi hija Chiara.


Recuerdo las croquetas de arroz. Pero era imposible comprar todos los días, costaban cuarenta céntimos.


Recuerdo mi primer sombrero de hombre; era modelo Saratoga.


Recuerdo las películas cómicas de Charlot.


Recuerdo a mi hermano Ruggero.


Recuerdo que Cicerón nació en el año 106 A. C., es decir, 2122 años antes que yo, pero a dos pasos de mi casa, en Arpino. Mi abuelo se sentía orgulloso de ello. “Vitam regit fortuna, non sapientia”, me decía, citando a nuestro conciudadano. Luego dejaba escapar un suspiro y añadía: “Pues sí, la fortuna es la que dirige la vida, no la sabiduría”.


Recuerdo una noche de verano con olor a lluvia.


Recuerdo las aventuras de Ulises: “Háblame, musa, de aquel varón de multiforme ingenio...”.


Recuerdo a Cassius Clay (llamado La Lengua) en Nueva York, enfrentándose a Frazier.


Recuerdo la espléndida cabeza cana del arquitecto Ridolfi, mi profesor de dibujo arquitectónico.


Recuerdo los primeros dibujos de mi hija Bárbara.


Recuerdo mi proyecto de elevar el Tíber construyendo debajo una carretera.


Recuerdo a Greta Garbo mirándome los zapatos y diciendo: “¿Italian shoes?”.


Recuerdo el primer cigarrillo que fumé. Estaba hecho, lo recuerdo perfectamente, con barbas de mazorcas.


Recuerdo las manos de mi tío Umberto, unas manos fuertes como tenazas, manos de escultor.


Recuerdo el silencio que se hizo en el restaurante Chez Maxim's cuando apareció Gary Cooper vestido con un esmoquin blanco.


Recuerdo una pequeña estación y el ruido de los trenes.


Recuerdo a la cajera del bar de la estación. La caja hacía: "¡Clin, clin, clin, clin! ¡Cobrado!".


Recuerdo a Marilyn Monroe.


El primer automóvil que tuve, lo recuerdo, era un Topolino modelo camioneta.


No sé por qué recuerdo esta estúpida retahíla: “¡Oh cuántas chicas guapas, Madame Doré, oh cuántas chicas guapas!”.


Recuerdo las luciérnagas, que ya no se ven.


Recuerdo la nieve en la plaza Roja de Moscú.


Recuerdo un sueño en el que alguien me dice que me lleve los recuerdos de la casa de mis padres.


Recuerdo un viaje en tren durante la guerra: el tren penetra en un túnel, se hace una gran oscuridad y, entonces, en el medio del silencio, una desconocida me besa en la boca.


Recuerdo a los kurdos masacrados en un éxodo bíblico; recuerdo que no debo olvidar la violencia de tantas imágenes absurdamente violentas.


Recuerdo también la sensación de silencio y de luz suspendidos sobre la ciudad de Jerusalén como un halo místico.


Recuerdo el deseo de ver qué será de este mundo, qué sucederá en el año 2000, y de estar allí y recordarlo todo como un viejo elefante, sí, porque lo recuerdo. ¡Siempre he sido curioso, muy curioso!


Y hasta recuerdo cuando íbamos a cazar lagartijas. ¡Mi tirachinas!


Recuerdo mi primera noche de amor.


Sí, ya me acuerdo.



"Como un viejo elefante",
en Sí, ya me acuerdo (1998),
las memorias del actor italiano Marcello Mastroianni.

lunes, 14 de octubre de 2019

Palabras y actos

Mucho después de que lo que he dicho haya abandonado sus mentes, ya sea en semanas o en meses, y cuando no quede sino la sensación de haber asistido a un importante acontecimiento público, el que marca el final de un periodo significativo en sus vidas y el comienzo de otro, traten entonces, mientras se ocupan de sus destinos individuales, de recordar que las palabras, las palabras exactas y verdaderas, pueden tener el poder de los actos.

Recuerden también esa palabra poco usada que acaba de salir del empleo público y privado: ternura. No les hará mal. Y esa otra palabra: alma -llámenla espíritu si quieren, si así es más fácil la reivindicación territorial. No la olviden tampoco. Préstenle atención al espíritu de sus palabras, de sus actos. Ésa es una preparación suficiente. Y no más palabras.

La vida de mi padreMeditación sobre una frase de Santa Teresa, Raymond Carver, 1984

miércoles, 9 de octubre de 2019

Afición

A ojos de sus enemigos morales, el fútbol es una Disneylandia portátil e invasora de la trabazón social, infiltrada en las articulaciones de la realidad y dañina como un elixir morfonizante... A la afición al fútbol se la presenta como evasiva, infantil, acaso irresponsable, para hacer creer que la gente adulta, los que han tomado conciencia, está resguardada en lo real y para esconder que el verdadero infantilismo (bárbaro, conmovedor, titubeante) está en todas partes. O, en definitiva, para ocultar que todos somos aficionados al fútbol.


Vicente Verdú, El fútbol: mitos, ritos y símbolos (1980)

viernes, 4 de octubre de 2019

Vivir no es mostrarnos

Mire, yo soy un tipo sin currículum. Porque desdeño todas las palabrejas de esa laya, que han puesto de moda los realizados, y porque me parece que es de bobos mostrar currículum en esta vida donde el currículum de todos se reduce al día en que nacemos y al día en que morimos. Lo que hacemos o dejamos de hacer entre esas dos fechas, es absolutamente intrascendente. Es vivir y nada más, según cada cual nació. Solamente es trascendente para los hombres vanidosos que suponen que el hombre es trascendente.
El hombre vale o no vale. Vale, si hace lo que tiene que hacer en la vida y no dice nada de sí mismo, como sentencia don Atahualpa Yupanqui. Y no vale, cuando a pesar de ser un genio en alguna cosa es el primero en proclamarlo, como un pavo real se proclama el más hermoso y colorido entre los pavos. Y yo le tengo miedo a los pavos. Mucho más que a los sinvergüenzas.
Le tengo mucho miedo a los hombres que denuncian en la ropa, en el pelo o en la piel, que ocupan mucho tiempo de cada día frente al espejo. Desconfío de los que tienen que "sudar mucho" para hacer algo bien.
Todo es importante, nada es importante.
Entre un decente y un millón de importantes, deme un decente que nunca hable de sí mismo y que no tenga currículum.
Vivir no es mostrarnos. Vivir es estar muy solos y sentirnos muy vivientes, porque sentimos por muchos. Para mostrarnos basta la muerte, que es cuando nos vienen a ver los que quieren ser vistos.
Hacen más daño diez pavos que un terrorista con una bomba y una ametralladora.
Piense cómo cambian las modas, y calcule cuántos hay.

sábado, 17 de agosto de 2019

Juventud

El hombre aspira, por un lado, a la madurez, a la plenitud, a convertirse en un ser acabado, es decir, a ser alguien similar a Dios. Y, por otro lado, está fascinado por la juventud. ¿Por qué? Porque la juventud es la vida, es la fase ascendente, es la fase en que uno es cada vez más vital. Que uno no haya conocido aún el fracaso, quizás, no sea tan importante. Lo importante es que todos esos movimientos son ascendentes durante la juventud. Entonces aquel que envejece, naturalmente, el que se siente amenazado por la muerte, tiene una nostalgia muy profunda por la juventud, y creo que esa nostalgia, en nuestra cultura actual, ha sido camuflada. No se le ha dado suficiente lugar a ella, y yo lo veo en nuestra manera de sentir la belleza. Ahora existe una crisis enorme: se niega la belleza clásica, la belleza perfecta, se busca la belleza inferior y la belleza imperfecta, y es algo enorme, porque eso cambia los gustos. Envejecer es otra cosa. Schopenhauer hizo una buena comparación, como todas las comparaciones de Schopenhauer. Dijo que la vida misma es así: se sube y, después, se baja. Pero cuando uno sube no ve que está detrás, es decir, la muerte. Es sólo cuando se llega a la cima, cuando uno empieza a ver. Es una cuestión espiritual y biológica muy distinta la de la juventud y la del hombre adulto. Todo lo que uno hace es una negación a envejecer. Evidentemente, todo lo que uno hace, incluso tomarse una taza de café con leche, significa negarse a envejecer. Eso es evidente. Cada uno busca la vida.

Witold Gombrowicz, escritor polaco

jueves, 11 de julio de 2019

Subrayar

PH: Masahide Tomikoshi.
Apenas empecé a leerlo me di cuenta que debía ir lento, el texto me imponía su propio tiempo, subrayando cada página. Subrayar, es sabido, no sólo constituye una forma de apropiación del texto, es leerse en el mismo, inscribirnos en sus frases, trazar una línea que indica la detención en tal o cual idea a la que, seguro, habremos de volver.

Guillermo Saccomanno
Escribir el desastre

jueves, 4 de julio de 2019

Comunicación

Hay dos silencios. Uno, en el que no se dice palabra. El otro en el que quizá se está empleando un torrente de lenguaje. El discurso que oímos es una indicación de aquello que no oímos. Es una evitación necesaria, una pantalla de humo violenta, astuta, angustiosa o burlona que mantiene a lo otro en su sitio. Cuando el silencio real acaece aún nos quedamos en medio del eco pero estamos más cerca de la desnudez. Una manera de mirar al discurso es decir que es una estratagema constante de encubrir la desnudez.

Hemos escuchado muchas veces esa frase cansina, torva: "Falla de comunicación"... Y esta frase ha sido adosada a mi trabajo bastante consistentemente. Yo creo lo contrario. Yo creo que nos comunicamos sencillamente demasiado bien, en nuestro silencio, en lo que no se dice, y que lo que sucede es una continua evasión, desesperados intentos de retaguardia para resguardarnos dentro de nosotros mismos. La comunicación es algo demasiado alarmante. Entrar en la vida de otro es demasiado aterrador. Desenmascarar ante los otros la pobreza que nos habita por dentro es una posibilidad demasiado temible.


Escribir para teatro, Harold Pinter, fragmento del discurso leído en abril de 1962 durante el National Student Drama Festival, en Bristol, Inglaterra.

viernes, 24 de mayo de 2019

Disparar

Se acercó al parapeto y comenzó a disparar de pie. Cada disparo lo vengaba de un antiguo escrúpulo... Un tiro sobre Marcelle, a la que debí abandonar; un tiro sobre Odette, con la que no quise acostarme. Este por los libros que no me atreví a escribir, este por los viajes que me negué, este por todos los tipos, en bloque, a los que tuve ganas de odiar pero intenté comprender... Disparaba... Las leyes volaban por el aire... Amarás a tu prójimo: pam, sobre ese idiota... No matarás: pam, sobre ese títere... Disparaba contra el Hombre, contra la Virtud, contra el Mundo... Disparó y miró el reloj: catorce minutos y treinta segundos. Ya bastaba con pedir treinta segundos más... Disparó contra toda la Belleza de la Tierra, contra la calle, las flores y los jardines, contra todo lo que había amado. La Belleza se zambulló obscenamente y Mathieu disparó todavía. Disparó: era puro, era todopoderoso, era libre... Quince minutos

Los caminos de la libertad, Jean-Paul Sartre

jueves, 23 de mayo de 2019

Kid Francis

Cuando Francesco Buonagurio vivió en la Argentina, en los rings y en las calles lo conocieron como Kid Francis. Había nacido el 7 de octubre de 1907 en Nápoles. El 20 de junio de 1924, en la confitería porteña L'Aiglon, Kid Francis estuvo a punto de dejar el invicto en el país ante Constantino Gutiérrez, tercer campeón argentino de peso mosca. Pero selló, al final, un récord de siete presentaciones con triunfos y retornó a París, su lugar de residencia, donde venció al local Charles Ledoux en una pelea que el escritor Ernest Hemingway incluyó en The sun also rises. Buonagurio, en total, ganó 89 combates -21 por nocaut-, perdió 12 y empató 8. En junio de 1931 había aparecido en la tapa de la revista The Ring, la biblia del boxeo. Cuando las tropas nazis invadieron Francia en 1940, fue capturado y enviado al campo de concentración de Auschwitz. Buonagurio era ítalo-judío. Un día de 1943 fue asesinado. Tenía 35 años. Había sobrevivido los últimos tres porque lo obligaban a pelear con judíos y gitanos los miércoles y domingos a la noche. Los oficiales nazis apostaban dinero. Su premio: pan, sopa y más vida. Ganó cerca de 300 peleas seguidas, hasta que perdió. Y los perdedores eran ejecutados y quemados. Como una marioneta, Kid Francis los entretuvo en los descansos de la muerte.

sábado, 11 de mayo de 2019

Periodistas II

No existe lo que se llama periodismo independiente, a menos que se trate de un periódico de una pequeña villa rural. Ustedes lo saben y yo lo sé. No hay ni uno solo entre nosotros que ose expresar por escrito su honrada opinión, pero, si lo hiciera, sabe perfectamente que nuestro escrito no sería nunca publicado.
Me pagan 150 dólares semanales para que no publique mi honrada opinión en el periódico en el cual he trabajado tantos años. Muchos, entre nosotros, reciben salarios parecidos por un trabajo igual al mío. Y si uno cualquiera de nosotros estuviera lo suficientemente loco para escribir su honrada opinión se encontraría en medio de la calle buscando un empleo cualquiera, exceptuando el de periodista.
El oficio de periodista en Nueva York, y yo creo que en todas partes, consiste en destruir la verdad, mentir claramente, pervertir, envilecer, arrojarse a los pies de Mammón, vender su propia raza y su patria para asegurarse el pan cotidiano.
Ustedes lo saben y yo lo sé; así pues, ¿a qué viene esta locura de brindar por la salud de un periodismo independiente?
Somos las herramientas y los lacayos de unos hombres extraordinariamente ricos que permanecen entre bambalinas. Somos unas marionetas; ellos tiran de los hilos y nosotros bailamos al son que ellos quieren.
Nuestros talentos, nuestras posibilidades y nuestras vidas, son propiedad de otros hombres. Somos unas prostitutas espirituales.
John Swinton, redactor jefe de The New York Times entre 1860 y 1870, en una cena en su honor brindada por el gremio de prensa en 1880

martes, 9 de abril de 2019

El fantasma

Quiero confesar algo que nunca antes había revelado en público. Hará unos siete años fui a ver el derbi de Merseyside entre el Liverpool y el Everton con mi sobrino Daniel y mi hijo. Antes de que comenzara el partido, mientras hacía cola para comprarles algo de comida y bebida a los chicos, y una taza de Bovril bien cargado para mí, a unos cinco metros de mi posición, en una cola paralela, vi lo que me pareció el fantasma de mi padre. Quiero decir que era él. Tuve la seguridad de que lo era. Me quedé observándolo un buen rato, aunque él estaba orientado en la misma dirección que yo y no me devolvió la mirada. Pero la forma de su cara, su nariz, su piel morena picada de viruela, su papada, su pelo, sus andares... Todo era idéntico.
No dije nada, les di a los chicos sus cosas y vi el partido. Ganamos por 2 a 0 y Steven Gerrard marcó. Salimos de allí felices. En el coche de mi sobrino, de regreso a Birmingham, donde él vivía, con mi hijo durmiendo en el asiento de atrás, le referí tímidamente mi historia a Daniel, que conoció bien a mi padre de pequeño. Él también lo había visto.

En qué pensamos cuando pensamos en fútbol, Simon Critchley, Sexto Piso, 2018

sábado, 9 de marzo de 2019

Leer

Hay que leer a otros escritores para ver cómo lo hacen (cómo evitan la manipulación abierta), o leer libros sobre el arte de escribir –hasta los peores pueden ser de cierta utilidad, y sobre todo, hay que escribir, escribir y escribir. Antes de abandonar este tema permítaseme añadir que cuando el joven novelista lea libros de otros escritores, debe hacerlo no como lo haría el universitario especializado en literatura, sino como lo haría un novelista. El primero estudia la obra para comprender y valorar su significado, para ver de qué forma se relaciona con otras obras de su época, etcétera. El joven escritor debe leer tratando de averiguar cómo lo hace el autor para crear los efectos que consigue, de captar sus procedimientos, incluso pensando qué habría hecho él en la misma situación y si su manera de hacerlo habría dado mejor o peor resultado y por qué. Tiene que leer con la misma actitud que el arquitecto novel al mirar un edificio, que el estudiante de medicina al presenciar una operación, con devoción y espíritu crítico al mismo tiempo, deseando aprender de un maestro y atento a cualquier error posible.

Para ser novelista, John Gardner, 1983

miércoles, 6 de marzo de 2019

Melodía

Foto: Edgardo Kevorkian
Yo creo en la canción. La canción es la cosa. Hay diez mil canciones en el mundo hechas sobre la misma secuencia de acordes, pero lo que las diferencia es la melodía.
Una buena canción es esa que parece que no podría ser escrita de otra manera. Lo que hace que tanto el pibe joven, que se masacra para llegar al pie del escenario, como los viejos amigos que están bebiendo en el fondo, vibren al mismo tiempo. Si cantan todos, algo está pasando: un estado de conmoción.

Indio Solari, en Recuerdos que mienten un poco (2019)

miércoles, 13 de febrero de 2019

Estética

El fútbol no es una de las bellas artes. Es una simple actividad deportiva. Atrae a muchos millones de espectadores, genera un gran negocio y provoca en los aficionados emociones muy profundas, porque en él pueden proyectarse ciertas pulsiones que ni el individuo ni la sociedad logran satisfacer nunca de forma plena. El fútbol es lo que se vuelca en él.
Se habla y escribe con frecuencia sobre la relación entre el fútbol y la estética. El asunto suele resultar estomagante. Quienes lo abordan tienden a considerar, erróneamente, que "estética" y "belleza" son sinónimos, y cabe sospechar que reducen lo "bello" a lo "bonito" o, en el mejor de los casos, a lo "armónico". Soy de los que creen que lo importante en el fútbol, como en cualquier otro deporte y, me parece, en cualquier obra humana, es la efectividad. Que tampoco hay que confundir con eso que la prensa deportiva llama "resultadismo".
Solo cuando el fútbol es efectivo es posible adentrarse en el berenjenal de la cuestión estética. Porque en el fútbol la única finalidad consiste en marcar más goles que el adversario, y todos los esfuerzos deben encaminarse a eso. Si eso ocurre, si un equipo prescinde de la banalidad, de la rutina, del preciosismo, y busca obsesivamente la victoria, con casi total seguridad proporcionará algún tipo de emoción estética.
Para entendernos, imaginemos algunos de los mejores goles de Van Basten o Henry: son de belleza indiscutible, porque ofrecen armonía, es decir, el movimiento más eficaz en el menor tiempo posible. Ahora imaginemos a un jugador que cojea y en el último minuto, con empate en el marcador, se hace con el balón y corre, resbala, se levanta, desborda milagrosamente a un defensa, sufre un tropiezo que desorienta al portero, pierde el balón pero se arrastra por el césped y llega a tiempo de rozarlo con la nariz e introducirlo en la puerta. El gol es feo de narices, valga la redundancia. Pero posee, en su angustia, azar e incertidumbre, una estética poderosa. Como El grito de Munch o gran parte del expresionismo alemán.
Eso es lo que busco yo en el fútbol. La exaltación de ciertos momentos y el placer estético de la efectividad o, por usar el término de Nietzsche, el filósofo que más gusta en la edad del pavo, de la voluntad. El taconazo porque sí tiene para mí el mismo valor que un ripio de Campoamor.

Enric González, en Una cuestión de fe (2012)

miércoles, 23 de enero de 2019

La literatura

El otro día salgo de casa hacia un bar donde nos encontramos con Luis Chitarroni, con Jorge Jinkis, con Salvador Gargiulo. Me cruzo con un muchacho que iba leyendo por la calle, paso al lado y me dice: "Gusmán". Le pregunté de dónde lo conocía. "Soy un lector", me respondió. Leía a Platón. Y me preguntó qué leía yo, que estaba con la poesía de José Lezama Lima. Para mí eso es la literatura, esos encuentros. Una vez un librero de El Ateneo me contó que El peletero [novela de 2007] le había salvado la vida. Le pregunté cómo era eso. Me dijo que él venía de Quilmes en el colectivo y estaba leyendo inclinado, leyendo muy atento, y cuando desde afuera tiraron un tiro se salvó porque estaba en esa posición. Es extraordinario, ¿qué importancia tiene si es verdad o no? Lo importante es creer que un libro te salvó la vida. A mí me la ha salvado. Todas esas coincidencias, esas lecturas, esos encuentros, lo que los surrealistas podrían llamar "el azar objetivo", me salvaron muchas veces la vida.

Luis Gusmán, escritor, en entrevista con Daniel Gigena:
"Los modos de leer cambian según la época y los estados de la lengua"