jueves, 31 de diciembre de 2020

Brío-vigor-vitalidad

Me gustaría seguir con esto de subir brincando las escaleras, quiero decir, seguir a ciegas, sin importarme un bledo adónde llegue. Él subía saltando todas las escaleras. Se abalanzaba por ellas. Rara vez lo vi subir una escalera de otro modo. Lo cual me lleva -oportunamente, vamos a suponer- al tema del brío, el vigor y la vitalidad. No puedo imaginar a nadie en estos tiempos (no me es fácil imaginar a nadie en estos tiempos) -con la posible excepción de algunos estibadores sumamente inseguros, unos pocos oficiales retirados del ejército y la marina y muchos chicos preocupados por el tamaño de sus bíceps-, que todavía crea en las antiguas y populares calumnias acerca de la Falta de Robustez de los poetas. Sin embargo, estoy dispuesto (sobre todo desde que tantos militares y machos cabales, amantes de la vida al aire libre, me consideran uno de sus narradores favoritos) que se necesita una cantidad considerable de auténtico vigor físico y no sólo de energía nerviosa y de férreo ego, para llegar al último borrador de un buen poema.

Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción, J. D. Salinger, 1955

lunes, 21 de diciembre de 2020

El hombre piensa sin pensar

El hombre es un ser pensante, pero sus grandes obras las realiza cuando no calcula ni piensa. Debemos reconquistar el “candor infantil” a través de largos años de ejercitación en el arte de olvidarnos de nosotros mismos. Logrado esto, el hombre piensa sin pensar. Piensa como la lluvia que cae del cielo; piensa como las olas que se desplazan en el mar; piensa como las estrellas que iluminan el cielo nocturno, como la verde fronda que brota bajo el tibio viento primaveral. De hecho, él mismo es la lluvia, el mar, las estrellas, la fronda.

Una vez que el hombre haya alcanzado ese estado de evolución “espiritual” será maestro Zen de la vida. No necesita, como el pintor, de lienzo, pinceles ni colores. No necesita, como el arquero, de arco, flecha ni blanco, ni de otros recursos. Se sirve de sus miembros, de su cuerpo, cabeza y órganos. Su vida en el Zen se expresa por medio de todos esos “instrumentos” importantes como manifestaciones suyas. Sus manos y pies son los pinceles. Y todo el universo es el lienzo sobre el cual pintará su vida durante setenta, ochenta y hasta noventa años. El cuadro así pintado se llama “historia”.

Daisetz Teitaro Suzuki, en la introducción a Zen en el arte del tiro con arco (1948), de Eugen Herrigel

jueves, 29 de octubre de 2020

Diferencias

La mayoría de la gente ni siquiera tiene conciencia de su necesidad de conformismo. Viven con la ilusión de que son individualistas, de que han llegado a determinadas conclusiones como resultado de sus propios pensamientos -y que simplemente suceden que sus ideas son iguales que las de la mayoría-. El consenso de todos sirve como prueba de la corrección de "sus" ideas. Puesto que aún tienen la necesidad de sentir alguna individualidad, tal necesidad se satisface en lo relativo a diferencias menores; las iniciales en la cartera o en la camisa, la afiliación al Partido Demócrata en lugar del Republicano, a los Elks en vez de los Shriners, se convierten en la expresión de las diferencias individuales. El lema publicitario "es distinto" nos demuestra esa patética necesidad de diferencia, cuando, en realidad, casi no existe ninguna.

Erich Fromm, en El arte de amar (1956)

lunes, 20 de julio de 2020

El fútbol de los martes

“Sorteooo”, escribe Juani en el grupo de WhatsApp “El fútbol de los martes”. Son las 14.14 del martes 14 de julio, hora habitual de los sorteos de los equipos -remeras negras, remeras blancas- a través de una aplicación de dudosa transparencia. “Nooooooo -responde Seba al minuto-, vi el mensaje y de golpe me ilusioné. Duró un segundo, pero fue lindo”. Poyi agrega al rato que para sentir que es un martes “común” necesita que yo diga “confirmo más tarde”. Sí, soy el forro que confirma siempre sobre la hora. Un grupo y sus roles.

Los fútbol de los martes a las 21 ya pasaron los diez años ininterrumpidos. Punto de encuentro entresemana. Corte mental. Hasta antes de la pandemia, más de la mitad se preguntaba si no era mejor ir directamente a comer. Sincerarse. Pegaron los 30. Arreciaron las lesiones. Eran más los invitados que los jugadores originales. Y porque muchos fuimos al fútbol de los martes a las pizzas y cervezas post partido (pizzas altamente condimentadas por Steve, un petiso rechoncho de pelo largo con colita al que bautizamos así por Steven Seagal). Intuyo que no tendría sentido.

En 2002, durante el programa El Sello, le preguntaron al Negro Fontanarrosa qué tal jugaba al fútbol. Tenía 58 años. Todavía se juntaba a patear los sábados con sus amigos en Rosario. “Ya soy inexistente”, respondió, con humor. Ramiro Sánchez Ordóñez, el periodista que hacía el asado, le repreguntó entonces cómo era antes. “Absolutamente mediocre -apuntó Fontanarrosa-. Siempre mal”. El Negro murió el 19 de julio de 2007 y, desde el más allá, nos avisa año tras año que llega el Día del Amigo. “Es muy difícil reemplazar el programa del fútbol -dijo aquel día entre el crepitar de las brazas y el canto de los pájaros-. La descarga viene a través del fútbol, de ir a jugar. No sólo el hecho de ir a patear, sino de estar con los muchachos, de la joda, de reírse, de hablar. Esa casi es la parte más linda. Después salir a la cancha... Yo decía: 'Qué lindo sería este juego si no hubiera que correr'”.

Nosotros, como precisó Fontanarrosa, aún tratamos de “coincidir con la pelota”. Y lo bueno es que a medida que perdemos velocidad, fuerza y agilidad, perdemos amor propio y ganamos amor fraterno.

El fútbol de los martes empezó los lunes. Los integrantes de la mesa chica lo sabemos. Alquilábamos la cancha del Club Castelar los lunes a las 23 y arrancábamos a jugar pasada la medianoche, hasta que aparecía el tipo que nos avisaba que se había cumplido la hora, pero a la una y media, casi a las dos de la mañana. Nos mudamos los martes a las 21 a Rancho Aparte, a la cancha del fondo de siete (“seis y el arquero”). Si Messi parece cansado en el Barcelona, imaginen a cualquier grupo de jugadores amateurs como nosotros. Pero hay esquemas y estrategias antes del partido, puteadas, cada tanto patadas, golazos (como el que hice de chilena la misma semana que el de Cristiano Ronaldo en Real Madrid), sobremesas alegres que duran más que la hora de juego, y un mojón en ese retorno inevitable a la niñez que supone el uso de pañales a la tercera edad: volvimos a festejar cumpleaños en la canchita de fútbol, con torta, souvenirs y camisetas de nuestros equipos.

Extrañamos que las bolitas de caucho ensucien la casa cuando nos sacamos los botines y entramos a bañarnos (aunque unos se vayan a dormir sucios, no es cuestión de botonear), repasar las jugadas con la almohada, las cargadas en el grupo de WhatsApp al día siguiente, preguntar quién carajo se llevó la pelota una hora antes del partido: que los martes a las 21 vuelvan a ser ese punto de encuentro. No se trata de un canto a la amistad. No todos somos amigos-amigos. Con algunos compartimos ese rato y es suficiente. Empatía. Con otros el fútbol de los martes fue el puntapié de una amistad.

“¿Qué se retira primero? ¿La cabeza o el cuerpo?”, le pregunta Iván Noble a Pablo Aimar en una entrevista en Canal (á), de 2018. “Nooo, el cuerpo -responde Aimar, que hacía pocos meses había dejado el fútbol profesional-. La cabeza no se retira nunca. Sabés las jugadas que veo ahora que no puedo hacer. Las veo a todas los martes con mis amigos. Digo tengo que ir por acá y la toco al costado…”.

lunes, 22 de junio de 2020

Esto es agua

David Foster Wallace fue invitado a pronunciar un discurso en una ceremonia de graduación en la Universidad de Kenyon sobre un tema de su elección. Fue el único discurso de este tipo que dio en su vida.

(Si alguien siente sudores [tos], le aconsejaría que siguiera adelante, porque yo voy a hacerlo. De hecho lo estoy haciendo [murmura mientras levanta su toga y se saca un pañuelo del bolsillo]. Doy la bienvenida [a los ¿“padres”?] y felicito a los graduados de Kenyon de 2005).

Dos peces jóvenes nadan uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, que los saluda y dice: “Buen día, chicos, ¿cómo está el agua?”. Los dos peces jóvenes siguen nadando hasta que después de un rato uno le pregunta al otro: “¿Qué demonios es el agua?”.

Este es un requerimiento estándar para los discursos en las ceremonias de graduación de Estados Unidos: el uso de una pequeña y didáctica historia con parábolas. El cuento resulta ser uno de los métodos más ejemplificativos y menos tediosos del género, pero si creen que planeo presentarme aquí como el pez viejo y sabio que les va a explicar a ustedes, peces jóvenes, qué es el agua, por favor no lo hagan. No soy el pez viejo y sabio.

El sentido inmediato de la historia de los peces no es más que el hecho de que las realidades más obvias, ubicuas e importantes son a menudo las que más cuestan de ver y las que más cuestan de explicar. Dicho como una frase, por supuesto, esto no es más que un lugar común, pero el hecho es que en las trincheras donde tiene lugar la lucha diaria de la existencia adulta, los lugares comunes pueden tener una importancia de vida o muerte, o por lo menos es lo que les quiero sugerir en esta seca y encantadora mañana.

Claro que el principal requisito para este tipo de discursos es que debo hablar sobre el significado del estudio de las Ciencias Sociales y Humanidades, tratar de explicar por qué el título que están a punto de recibir tiene un valor humano real y no sólo un fin material. Hablemos entonces del cliché más generalizado en los discursos de graduación, que es que la formación en Ciencias Sociales y Humanidades tiene como objetivo tanto proveerlos de conocimiento como enseñarles cómo pensar. Si ustedes son como yo cuando era estudiante, no debe gustarles escuchar este tipo de cosas, e incluso se sentirán un poco ofendidos por la afirmación de que necesitan que alguien les enseñe cómo pensar, dado que el hecho de que hayan sido aceptados en una universidad tan buena como ésta parece probar que ya saben hacerlo. Sin embargo, vengo a plantear que el cliché no resulta ser para nada insultante, porque lo que verdaderamente importa para la educación, la misma que se supone que reciben en una escuela como ésta, no tiene que ver en realidad con la capacidad en sí de pensar, sino más bien con la decisión de en qué pensar.

Si su total libertad de pensamiento con respecto a las decisiones sobre qué pensar les parece demasiado obvia como para desperdiciar tiempo discutiéndola, les pediría que piensen sobre los peces y el agua, y que sólo por un par de minutos hagan un paréntesis en su escepticismo sobre el valor de lo totalmente obvio.

Aquí va otra pequeña y didáctica historia. Están dos hombres sentados juntos en un bar ubicado en los remotos páramos de Alaska. Uno de los hombres es religioso, el otro es ateo, y los dos discuten sobre la existencia de Dios con esa especial intensidad que viene después de la cuarta cerveza. Entonces el ateo dice: “Mira, no es que no tenga razones para no creer en Dios, no es que nunca haya experimentado el ‘creo en Dios y rezo’ y esas cosas. Justo el mes pasado me agarró una tormenta de nieve lejos de casa, estaba totalmente perdido y no podía ver nada, la temperatura era de cincuenta grados bajo cero, y entonces lo intenté: me arrodillé en la nieve e imploré: ‘Oh, Dios, ¡si es que existes! Estoy perdido en la nieve y moriré si no me ayudas’”. El hombre religioso mira desconcertado al ateo y dice: “Entonces debes creer ahora, después de todo aquí estás, vivo”. El ateo mueve la cabeza y dice: “No, hombre, lo único que pasó es que casualmente un par de esquimales pasaban por ahí y me mostraron el camino de regreso”.

Es fácil ver esta historia a través del cristal con el que normalmente se analizan este tipo de situaciones en cualquier carrera de Ciencias Sociales y Humanidades: exactamente la misma experiencia puede significar dos cosas completamente diferentes para dos personas, considerando las diferentes creencias y patrones, y las diferentes formas de construir significados y sentidos a partir de la experiencia. Como priorizamos la tolerancia y la libertad de pensamiento, por supuesto que no vamos a querer afirmar que una interpretación es verdadera y la otra falsa o mala.

Lo cual está bien, excepto por el hecho de que nunca terminamos hablando sobre de dónde vienen estas creencias y patrones. Es decir, de dónde vienen dentro de estos dos hombres. Como si la orientación más básica de una persona, y el significado de su experiencia, fueran de alguna manera inherentes a ella, como la altura o el número de zapato; o fueran automáticamente absorbidos de la cultura, como el lenguaje. Como si la forma de construir significados no fuera el fruto de una elección personal e intencionada, de una decisión consciente. Además, tenemos la cuestión de la arrogancia. El ateo está convencido de que el hecho de que los dos esquimales hayan pasado en ese momento no tuvo nada que ver con su rezo pidiendo ayuda. Cierto, también hay un montón de religiosos arrogantes y seguros de sus propias interpretaciones. Son probablemente más repulsivos que los ateos, y que, por lo menos, la mayoría de nosotros. Pero el problema de los dogmáticos religiosos es exactamente igual al ateo de la historia: arrogancia, confianza ciega y una cerrazón mental que es como un encarcelamiento tan absoluto que el prisionero ni siquiera sabe que está encerrado.

Lo que intento decir es que pienso que esto forma parte de lo que se supone que significa ese mantra de que las Ciencias Sociales y Humanidades “te enseñan a pensar”: ser un poco menos arrogantes, tener “consciencia crítica” sobre mí mismo y mis certidumbres... Porque un gran porcentaje de las cosas de las que suelo estar automáticamente seguro resultan ser completamente erróneas y fruto del autoengaño. Esto es algo que he aprendido a base de cometer errores, tal como predigo que les pasará a los que ahora se gradúan.

Aquí va un ejemplo del carácter erróneo que hay en las cosas sobre las que tiendo a estar automáticamente seguro. Todo lo que conforma mi experiencia inmediata apoya mi creencia profunda en el hecho de que yo soy el centro absoluto del universo, la persona más real, nítida e importante que existe. Raramente pensamos en este tipo de egocentrismo natural por el hecho de que es socialmente repulsivo, pero en el fondo es básicamente el mismo en todos nosotros. Es nuestra configuración predeterminada, inherente, que nos viene de fábrica al nacer. Piensen en esto: no existe ninguna experiencia que hayan tenido en la que ustedes no hayan sido el centro de la misma. El mundo tal como lo experimentamos se encuentra delante de nosotros, o bien detrás, o a nuestra izquierda, o a nuestra derecha, o en nuestra televisión o en nuestro monitor o en dónde sea. Los pensamientos y sentimientos ajenos tienen que ser comunicados a nosotros de alguna manera, pero los nuestros son inmediatos, apremiantes y reales. Ya van entendiendo. Pero por favor no se preocupen que me esté preparando para predicar sobre la compasión o las también llamadas “virtudes”. No es de virtud de lo que estamos hablando: estamos hablando de decidir si nos tomamos o no la molestia de alterar de alguna manera o incluso de quitarnos de encima esa configuración por defecto que nos viene de fábrica, y que consiste en ser profunda y literalmente egocéntricos, y en verlo e interpretarlo todo a través de esa lente que es el yo.

Las personas que pueden ajustar su configuración predeterminada de esta manera son con frecuencia denominadas “bien equilibradas”, término que, sugiero, no es fortuito. Siguiendo la línea académica, una pregunta obvia sería qué tanto de este ajustarnos a nuestra configuración predeterminada involucra realmente conocimiento o intelecto. No es de extrañar que la respuesta sea: depende de qué tipo de conocimiento del que estemos hablando.

Probablemente el aspecto más peligroso de la educación académica, por lo menos en mi caso, es que habilita mi tendencia a sobreintelectualizar las cosas, a perderme en el pensamiento abstracto en lugar de limitarme a prestar atención a lo que está pasando delante de mí, en lugar de poner atención a lo que está pasando dentro de mí. No me cabe duda de que a estas alturas ya se habrán dado cuenta de que resulta extremadamente difícil permanecer alerta y atento en lugar de dejarse hipnotizar por el monólogo constante que suena dentro de la cabeza de uno. Lo que todavía no saben son las implicaciones de esta lucha.

A veinte años de haberme graduado, me he dado cuenta paulatinamente de estas implicaciones, y advertí que el lugar común universitario de “enseñarte cómo pensar” era realmente la síntesis de una muy importante y profunda verdad. “Aprender a pensar” en realidad significa aprender a ejercer cierto control sobre cómo y qué piensa uno. Quiere decir ser lo bastante consciente y estar lo bastante despierto como para elegir a qué prestar atención y para elegir cómo construir significados y sentidos a partir de la experiencia. Porque si ustedes no pueden o no quieren ejercer esa clase de elecciones en su vida adulta, estarán totalmente derrotados. Piensen en ese viejo cliché que dice que la mente es un “excelente sirviente pero un amo terrible”. Éste, como muchos otros clichés, tontos y banales en la superficie, en realidad expresa una verdad grandiosa y terrible. No es para nada una coincidencia que la mayoría de los adultos que se suicidan con armas de fuego casi siempre se peguen un tiro en la cabeza. Y la verdad es que la mayoría de estos suicidas estaban muertos mucho antes de apretar el gatillo.

Y este es el valor verdadero de nuestra educación, de esto es lo que se trata: cómo evitar vivir nuestras cómodas, prósperas y respetables vidas adultas estando muertos, siendo inconscientes, esclavos de nuestras cabezas y de nuestras configuraciones predeterminadas que nos dicen que estás únicamente, completamente y totalmente solo, día tras día. Esto puede sonar a una hipérbole, exageración o un sinsentido abstracto. Así que vayamos a lo concreto. El hecho es que ustedes recién graduados todavía no tienen idea de lo que realmente significa la expresión “día tras día”.

Resulta que hay una buena parte de la vida adulta americana de la que nadie habla en los discursos de graduación. Esa parte involucra aburrimiento, rutina y una bonita frustración. Los padres y las personas más grandes aquí entenderán perfectamente de lo que hablo. Por ejemplo, supongamos que este es un día normal en la vida adulta, se levantan en la mañana, se dirigen a su desafiante trabajo de oficina digno de un graduado, trabajan por nueve o diez horas, y al final del día están cansados y muy estresados: todo lo que quieren es irse a su casa, prepararse una buena cena, tal vez despejarse un rato y dormirse temprano porque tienen que levantarse temprano al día siguiente a hacer lo mismo de nuevo.

Pero de repente recuerdan que no hay comida en la casa -no han tenido tiempo suficiente para comprar comida esta semana a causa del desafiante trabajo-, y entonces al final del día tienen que subirse al auto y manejar hasta el supermercado. Es la hora que marca el fin de la jornada laboral y el tráfico es espantoso; entonces llegar al supermercado toma mucho más tiempo del que debería, y cuando finalmente llegan ahí, está atiborrado de gente, porque por supuesto es la hora del día en que las demás personas que también tienen un trabajo tratan de hacer cabida en su horario para ir de compras al supermercado, y está horrorosa y fosforescentemente iluminado, ambientado con espantoso pop corporativo o esa genérica música de fondo capaz de matar almas. Es el último lugar en el que quisieras estar pero no puedes entrar y salir inmediatamente. Tienes que deambular por los inmensos y saturados pasillos para encontrar las cosas que quieres, tienes que maniobrar con tu carrito entre todas las demás personas, que también están cansadas y tienen su propio carrito, y por supuesto están los viejos que se toman todo el tiempo del mundo, los que toman demasiado espacio, los niños hiperactivos, y tú tienes que poner la mandíbula dura y ser amable mientras les pides que te dejen pasar, hasta que por fin encuentras lo que buscabas, sólo que ahora no hay suficientes cajas abiertas a pesar de que el supermercado está lleno, y entonces la fila para pagar es interminable, lo que es estúpido e irritante, pero no puedes desahogar tu ira con la frenética señora trabajando en la caja registradora, quien para ese entonces ya ha trabajado más horas de las que le tocan al día en un trabajo cuya rutina e insignificancia sobrepasan la imaginación de cualquiera de nosotros aquí en esta prestigiosa universidad. Pero bueno, finalmente llegas al frente de la fila y pagas por tu comida, y esperas tu cambio o a que una máquina apruebe tu tarjeta para después escuchar un “que tenga un buen día” en una voz que suena como la muerte misma.

Y después tienes que llevar tus feas y poco sólidas bolsas de plástico en tu carrito que tiene una de esas llantas locas que lo hacen moverse irremediablemente a la izquierda, todo mientras pasas por un estacionamiento sucio y lleno de gente, y tratas de subir las bolsas a tu auto de manera que nada se vaya a salir y rodar por el baúl durante el camino, y luego tienes que manejar en medio de un lento y pesado tráfico para llegar a tu casa, etcétera, etcétera. Todos han pasado por esto, claro, pero todavía no ha sido parte de la rutina de ustedes, graduados, día tras semana, tras mes, tras año. Pero lo será, junto con otras rutinas no menos aburridas, tediosas y sin sentido. Pero ese no es el punto. El punto es que dentro de toda esta mierda frustrante entra en juego el trabajo de elegir.

Porque el tráfico lento, los pasillos atestados y las largas filas para llegar a la caja registradora me dan tiempo para pensar, y si no tomo una decisión consciente sobre qué y cómo pensar, a qué debo prestarle atención, voy a estar triste y enojado cada vez que tenga que ir de compras al supermercado, porque mi configuración predeterminada hace que en situaciones como éstas todo gire en torno a mí, mi hambre, mi fatiga, mis ganas de irme a casa, y parecerá que todos los demás en el mundo están en mi camino, y a todo esto, ¿quién mierda son todas estas personas en mi camino? Y mira qué repulsivas lucen la mayoría de ellas y cómo parecen ovejas haciendo fila en la línea para pagar, o qué tan irritante y descortés es que las personas hablen así de fuerte por celular en medio de la fila, y miren qué injusto es esto: he trabajado realmente duro todo el día, tengo hambre, estoy cansado y no puedo irme a mi casa por culpa de estas estúpidas y malditas personas. O, por supuesto, si estoy en una forma más socialmente consciente de mi configuración predeterminada, puedo pasar mi tiempo atorado en el tráfico estando enojado y disgustado con todas esas gigantes y estúpidas camionetas familiares, Hummers y Pickups, mientras gastan su derrochador y egoísta tanque de 150 litros, y puedo extenderme hablando de cómo las calcomanías religiosas o patrióticas parecen siempre estar pegadas en los vehículos más grandes y asquerosamente egoístas manejados por los más feos, desconsiderados y agresivos conductores, quienes además suelen hablar por celular mientras tocan su bocina sólo para ponerse seis estúpidos metros adelante en el tráfico, y puedo pensar en cómo los hijos de nuestros hijos van a odiarnos por haber desperdiciado todo el combustible del futuro y probablemente haber jodido el clima, y en cómo todos somos malcriados, estúpidos y egoístas, y cómo todo apesta, y así sucesivamente… Miren, si decido pensar así está bien, muchos de nosotros lo hacemos, excepto que ese pensamiento tiende a ser fácil y automático, no tiene que representar ninguna elección.

Pensar de esta manera es mi configuración predeterminada. Es la forma automática e inconsciente con la que experimento lo aburrido y frustrante de la vida adulta, una vez que opero con la automática e inconsciente creencia de que soy el centro del mundo y que mis necesidades y sentimientos inmediatos son lo que deben determinar las prioridades del mundo. La cosa es que obviamente hay diferentes maneras de pensar este tipo de situaciones.

Hay mucho tráfico, todos estos vehículos están parados y estorbándome en el camino: no es imposible pensar que algunas de esas personas manejando camionetas familiares hayan estado en horribles accidentes automovilísticos en el pasado y ahora manejar para ellos se ha vuelto una experiencia tan traumática que su terapeuta no ha tenido más remedio que aconsejarles comprar una camioneta grande en la que se sientan suficientemente seguros al manejar; o que la Hummer que se acaba de meter en frente de mí está siendo manejada por un padre cuyo hijo está herido o enfermo en el asiento de copiloto, y está tratando de evadir el tráfico para llegar pronto al hospital, y tiene una prisa más legítima que la mía. Realmente soy yo quien está atravesándose en su camino. O bien puedo elegir obligarme a tener en cuenta que lo más probable es que toda la gente que hay conmigo en la cola para pagar en la caja del supermercado se encuentre igual de aburrida y frustrada que yo, y que alguna de esa gente en realidad tenga unas vidas que en conjunto sean mucho más duras, más tediosas o más dolorosas que la mía.

De nuevo, por favor no piensen que les estoy dando un consejo moral, o que estoy diciendo que tienen que pensar de esta manera, o que alguien automáticamente espera ello de ustedes, porque es difícil, requiere voluntad y esfuerzo, y si son como yo, algunos días no serán capaces de hacerlo, o no querrán hacerlo. Pero la mayoría de los días, si están lo suficientemente atentos como para decidir, pueden decidir ver diferente a la señora gorda con mal de ojo y demasiado maquillaje que acaba de gritarle a su hijo en la fila para pagar. Tal vez ella no siempre es así; tal vez lleva tres noches seguidas sosteniendo la mano de su marido que está muriendo de cáncer, o tal vez esta misma señora es la empleada mal paga de oficina, que justo ayer, te ayudó a resolver un engorroso trámite ejerciendo un pequeño acto de bondad burocrática. Claro, ninguno de estos casos es probable, pero tampoco imposible. Depende de qué es lo que ustedes prefieran considerar.

Si están automáticamente seguros de saber qué es la realidad y quiénes y qué es lo realmente importante, si quieren funcionar con su configuración predeterminada por defecto, entonces ustedes, como yo, probablemente no quieran considerar posibilidades que no sean absurdas o irritantes. Pero si de verdad han aprendido cómo pensar, y a prestar atención, entonces sabrán que tienen otras opciones. Estará en sus manos hacer de una situación lenta, infernal y estresante no sólo una experiencia significativa sino algo sagrado, un fuego con la misma fuerza que enciende las estrellas; compasión, amor, la unidad última de todas las cosas. Esta onda mística no necesariamente tiene que ser verdad: la única Verdad que lleva mayúsculas aquí es que uno tiene la capacidad de decidir cómo quiere ver las cosas. Esto, me parece, es la libertad que entraña la educación verdadera, el aprender a ser “equilibrado”: ustedes pueden decidir conscientemente qué tiene sentido y qué no. Ustedes pueden decidir qué es lo que van a adorar, porque aquí hay otra cosa que es verdad: en las trincheras del día a día de la vida adulta, el ateísmo no existe. No existe el hecho de no adorar nada. Todo el mundo adora algo. La única elección está en qué decidimos adorar.

Y una gran razón para decidir adorar a algún dios o algo parecido a un espíritu -llámese Jesucristo, Allah, Yahvé, la Diosa Madre, Las Cuatro Nobles Verdades o una colección de principios inquebrantables- es que prácticamente cualquier cosa que adores te comerá viva. Si adoran el dinero y las cosas -si eso es lo que consideran que tiene verdadera importancia en la vida- entonces nunca tendrán suficiente. Nunca van a sentir que tienen suficiente. Es la verdad. Adorar su propio cuerpo, belleza o encanto sexual siempre los hará sentirse feos, y cuando la edad se empiece a notar en ustedes, habrán muerto un millón de veces antes de que los entierren. Hasta cierto punto ya todos sabemos estas cosas: han sido codificadas como mitos, proverbios, lugares comunes, trivialidades, epigramas, parábolas: el esqueleto de todas las grandes historias.

El secreto está en mantener esta verdad en frente de nosotros diariamente. Si adoras el poder te sentirás débil y con miedo, y necesitarás más poder sobre otros para anestesiar el miedo. Si adoras tu intelecto, o ser considerado inteligente, terminarás sintiéndote estúpido, un fraude siempre a punto de ser descubierto. Y así sucesivamente. Miren, la cosa más insidiosa de estas formas de adoración no es que sean malignas o llenas de pecado; es que son inconscientes. Son configuraciones predeterminadas. Son el tipo de adoración que gradualmente nos atrapan, día a día, haciéndonos más selectivos en lo que vemos y en cómo medimos el valor de las cosas sin ni siquiera estar plenamente conscientes de que lo estamos haciendo. Y el llamado “mundo real” no te desanimará a operar con tu configuración predeterminada, porque el llamado “mundo real” de hombres, dinero y poder se lleva bastante bien con el combustible del miedo, el desprecio, el deseo, la frustración y la adoración de sí mismo.

Nuestra misma cultura contemporánea le ha puesto un arnés a estas fuerzas de modo que han cedido el paso a la riqueza, el confort y la libertad personal. La libertad para ser amos de nuestro pequeño reino, solos en el centro de toda creación. Este tipo de libertad suena muy atractiva. Pero, por supuesto, hay muchas clases distintas de libertad, y de la más preciosa de todas no van a escuchar hablar mucho ahí afuera, en ese gran mundo competitivo del ganar, conseguir y exhibir.

El tipo de libertad más importante implica atención, consciencia, disciplina, esfuerzo, y ser capaz de preocuparse de verdad por otras personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, en una infinidad de pequeños, y nada apetecibles, actos, día tras día. Esa es la auténtica libertad. Y esa libertad consiste en que te enseñen a cómo pensar. La alternativa es la inconsciencia, la configuración predeterminada, la “carrera de ratas”, la competitividad febril, la constante y agobiante sensación de haber tenido y perdido algo infinito. Ya sé que todo esto probablemente no suena nada divertido, refrescante o inspirador como suelen hacerlo los discursos de las ceremonias de graduación. Lo que es, como lo veo hasta ahora, es la verdad, con un montón de basura retórica recortada. Obviamente pueden pensarlo como ustedes deseen. Pero, por favor, no lo vean como si fuera un sermón moralista de consultorio radiofónico.

Nada de esto tiene que ver con la moral, la religión, el dogma o grandes y sofisticadas preguntas sobre la vida después de la muerte. La verdad con V mayúscula tiene que ver con la vida antes de la muerte.

Tiene que ver con llegar a los treinta años, o tal vez incluso a los cincuenta, sin querer pegarte un tiro en la cabeza. Tiene que ver con el verdadero valor de la educación, que no pasa por las calificaciones ni por los títulos, y sí en gran medida por la simple conciencia: la conciencia de lo que es tan real y esencial, y que está tan oculto delante de nuestras narices y por todas partes, que nos vemos obligados a recordarnos a nosotros mismos una y otra vez:

“Esto es agua”.

“Esto es agua”.

“Estos esquimales pueden ser mucho más de lo que parecen”.

Y hacer esto resulta inimaginablemente difícil: vivir de forma consciente y adulta día tras día. Lo que quiere decir que todavía hay otro cliché que es cierto: nuestra educación realmente es el trabajo de una vida entera, y empieza ahora.

Les deseo mucho más que simple suerte.

21 de mayo de 2005

Transcripción del discurso de graduación de la promoción de 2005 del Kenyon College (Gambier, Ohio).

lunes, 8 de junio de 2020

Vivir en el agua

Ph.: Dieter Meylr.
Ayelén salió envuelta en el toallón. Se sentó en la cama del cuarto y prendió el aire acondicionado. Un soplo le pegó a la altura de la frente. Transpiraba pese a la ducha de agua fría. Agarró el peine del neceser, inclinó la cabeza y se alisó con calma el pelo largo. En el living, notó, Ezequiel miraba un partido de fútbol. Se puso el short y la camisa de jean. Caminó en patas hasta la heladera y manoteó una botella.

—¿Te gustaría tener más una ex que una novia, no? —le preguntó, sin darse vuelta.

—¿Qué? —dijo Ezequiel, que de verdad no había escuchado.

Ayelén no repitió la pregunta. Volvió a entrar al baño. Ezequiel salió al balcón y miró a los médicos en ronda. Fumaban como escuerzos en el patio trasero de la clínica. Le fascinaba ver fumar a doctores de blanco. Del otro lado de la pared, una fila de personas que esperaba el colectivo. Cualquier halo de superioridad, pensó, cualquier atisbo de ego desmesurado, se te va un día de sol mientras esperás el colectivo, con la gota cayendo por la espalda. La espalda. Giró, extendió los brazos, quedó de frente al ventanal y, agarrado con las manos de la baranda del balcón, cual Jesucristo, se inclinó hacia atrás hasta quedar mirando el cielo. Último piso. Las nubes, el sonido lejano de un avión, los ojos entrecerrados. Ay, ese dolor de columna, la puta que me parió, tengo que salir a correr, llamar a la masajista, calmarme, basta, basta. Bostezó sin abrir la boca. Cuando entró, Ayelén ya estaba cambiada. Y hermosa.


—¿Leíste El tren de los pasajeros de la noche, ese cuento de Fogwill? —le preguntó Ezequiel.

—Te lo pasé yo hace tiempo, pero seguro ni bola.
—No me lo pasaste.
—Sí, te lo pasé.
—Bueno. Hay una frase genial en un diálogo, sobre el final, que…

Ayelén se deslizó hasta la puerta como una patinadora en la pista de hielo, y acompasando el cuerpo a las palabras, sopló: “Los peces podrán saber de todo, pero lo último de lo que un pez se entera es que vive en el agua”. Ezequiel chapoteó en su vanidad. Las cosas son o no son. ¿Las cosas son o no son?


—¿Te molesta si te quiero? —le dijo ella.

—No —respondió él.
—¿Entonces?
—Nada. Parece que la cotidianidad no es para nosotros. Estamos hechos para lo extraordinario —mintió Ezequiel.
—¿Y si de verdad te ves a vos, y no te tomás todo tan a la tremenda, y te la bancás?

Ezequiel dejó entrever una sonrisa. Una sonrisa de más te puede costar caro, se dijo ella, y dio un portazo. Ezequiel se hundió en el sillón. Un minuto, si no me voy a quedar a vivir. Se levantó, agarró de la mesa la botella que Ayelén había dejado por la mitad, y volvió a salir al balcón. Los médicos habían entrado. Cerró el ventanal. Con un poco de agua, regó las plantas. El resto se la echó lentamente de la frente hacia la nuca, recorriendo el pelo. Apoyado en la baranda, se inclinó ahora hacia adelante y hacia abajo. Un péndulo. El vacío. Pasajeros que esperan el colectivo. Se agarró fuerte. Empezó a contar hasta marearse. Uno, dos, tres, veinticinco segundos. Y, como un perro que recién sale de la pileta, sacudió la cabeza.

domingo, 17 de mayo de 2020

El 10

(Daniel Jayo, El Gráfico, 1998)

El protagonismo del 10 es evidente pero su mayor virtud consiste en mejorar a los demás, que se esmeran por recibir sus pases. Si el rival anula a este estratega, el equipo sufre muerte cerebral. El verdadero sentido del número en su espalda consiste en indicar cuántos jugadores dependen de él.

Juan Villoro, en Balón dividido (2014)

jueves, 14 de mayo de 2020

Kid Charol

En la Argentina, en la era de afianzamiento del boxeo, murió un ídolo popular: el cubano Esteban Gallard. Kid Charol, notable bailarín de charlestón, bohemio y amante de la noche, falleció en la madrugada del 7 de octubre de 1929, en el hospital Ramos Mejía, a los 28 años. Amigo de Gardel, a quien cruzaba en el Lincoln Boxing Club, fue el mejor extranjero en el país. Con 49 triunfos (35 por nocaut), Kid Charol, que de niño trabajó de jornalero azucarero en su pueblo de Sagua la Grande, había vencido en 1926 al estadounidense Larry Estridge en La Habana. El título mundial de los medianos era suyo, pero sólo “de raza negra”. Conocía la discriminación: eligió partir a Sudamérica antes que al Sur racista de los Estados Unidos. Enfermo, escapó del hospital por sus innumerables deudas. Cinco meses antes de su muerte, en el Parque Romano, protagonizó “la pelea más técnica” y “extraordinaria de boxeo-esencia” , como escribió Félix Daniel Frascara en El Gráfico. Fue empate ante el consagrado estadounidense Dave Shade, que gozaba de otra ventaja: su mayor peso. Esteban Gallard, Kid Charol, opacado en Cuba por los campeones Kid Chocolate y Kid Gavilán, no pudo con su tuberculosis, lenta y progresiva, pero dejó una marca en la historia del boxeo argentino.

martes, 12 de mayo de 2020

El bosque de los triperos

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El Club de Gimnasia y Esgrima La Plata, el más antiguo de América, fue fundado el 3 de junio de 1887, solo cinco años después de que empezara a construirse la propia ciudad de La Plata por un grupo de funcionarios y comerciantes, gente acomodada y respetuosa del orden. Uno de ellos era Ramón Lorenzo Falcón, el más siniestro jefe de policía que tuvo Buenos Aires, asesinado en 1909 por un anarquista y reasesinado en 2018 con una bomba anarquista en su tumba de la Recoleta, lo cual da idea de su fama.

Al principio, la institución se mantuvo ajena al fútbol, un juego que por esa época empezaban a importar profesores y ferroviarios británicos. Pero el fútbol se hizo rápidamente popular. En 1903, el Gimnasia y Esgrima contaba ya con dos equipos. Un cuarto de siglo después, la masiva inmigración europea se había hecho con el club. Eran tipos rudos, obreros, peones, muchos de ellos empleados en los frigoríficos cárnicos de Berisso, de ahí que les llamaran triperos. El proletariado de la zona prefirió en general el blanquiazul del Gimnasia al rojiblanco del otro club de la ciudad, el Estudiantes (llamados pincharratas, aunque hoy siguen siendo considerados más chetos o elitistas), y así quedaron las cosas. Para los triperos, el Gimnasia es el equipo del pueblo llano. El que sabe sufrir. El que no se rinde.

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Maradona se estrena como director técnico del Gimnasia y Esgrima el domingo 15 de septiembre frente a uno de sus antiguos equipos, el Racing de Avellaneda. Es la locura. En el pequeño estadio El Bosque, oficialmente llamado Juan Carmelo Zerillo (farmacéutico y presidente del club hace un siglo), no cabe ni un aficionado más. Se trata de una construcción de 1924, de aire modernista, con instalaciones polideportivas (piscina semiolímpica, canchas de tenis, sala de boxeo) y unas peculiares gradas montadas sobre una estructura metálica que permiten acoger a 25.000 personas. Cuando está vacío, El Bosque, con su jardín y su exterior arbolado, resulta casi bucólico. El 15 de septiembre de 2019 es una olla a presión. Hay cámaras de todo el mundo. Incluso la directiva del Estudiantes, el gran rival, se siente obligada a enviar una delegación para rendir pleitesía al ídolo.

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La gente del Gimnasia no cae en el desaliento. A esta hinchada se la llama La 22 porque tuvo como jefe espiritual al Loco Fierro, de nombre real Gustavo Amuchástegui, muerto en 1991 por disparos de la policía de Rosario. El loco en la baraja del tarot se asocia al número 22. La 22 ha protagonizado acontecimientos telúricos (el 5 de abril de 1992, un gol contra el Estudiantes fue festejado con tanta pasión que el Observatorio de la Universidad de La Plata registró un leve movimiento sísmico), hazañas discutibles (en 2013 celebró el ascenso quemando una gigantesca bandera de 100 metros robada a los rivales del Estudiantes) e incontables peleas callejeras. Para la Filial Maradona, cada partido empieza temprano, con un asado en un predio de Los Hornos, un barrio popular de La Plata, regado con abundante alcohol; las calles se cortan y los autobuses urbanos desvían su recorrido. “Llegamos ya calientes a El Bosque”, comenta Nano Oliver, jefe de la filial. “A veces hacemos cosas que no deberíamos hacer, pero son cosas que forman parte del folclore del fútbol”, se disculpa.

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Enric González, en La última cruzada del rey Diego

Fotos: Delfina Corti.

domingo, 26 de abril de 2020

Jugar de memoria

Los sábados pedía hacer “el nochero” en el colectivo. Entonces llegaba a las ocho de la mañana a casa, con una docena de facturas y el diario. Se batía el café Arlistan y, desde mi habitación, escuchaba el tictictic de la cuchara contra la taza. Yo ya tenía puestas las medias azules y blancas del Argentino desde la noche del viernes. Le salía espumoso, volcánico. Heredé esa técnica. Esas mañanas soñaba con ser futbolista. Pero mientras mi viejo leía la sección Deportes, creo que también empecé a querer ser periodista para que me leyera. Una vez escribí que el tercer domingo de junio no es el Día del Padre: que es un sábado que pide salir temprano del trabajo, vamos al Argentino, juego al baby fútbol y me compra una Coca.

-¿Pero tu viejo murió? -me preguntó el lunes Andrés Burgo en un taller de periodismo acerca de cómo narrar la pasión.
-No, no.
-...
-Está enfermo hace siete años y, desde hace cuatro, en un hogar. Y no habla, nada.

El que había hablado en pasado de él era yo. Lo suelo hacer. Y había contado que mi viejo no se había hecho hincha de Boca por su padre. Que su papá, a quien no conocí, era un tano que consideraba que lo único importante en la vida era el cemento y la tierra. Que seguro era hincha de Mussolini. Mi viejo se hizo hincha de Boca por “El abuelo de la esquina”. Así le decía a un vecino de pelo blanco y cara curtida que le había regalado una camiseta de lana de la Juventus. En ese sentido, mi viejo fue un marginal. Si siete de cada diez personas se hacen hinchas de un club por mandato paterno, él se había quedado afuera. De ese y de otros cariños.

La primera vez que fui a la Bombonera tenía once años. Fue el 12 de marzo de 2000. Lo había pedido como regalo de cumpleaños. Mi viejo, como dicta una regla futbolera no escrita, me llevó a un partido “tranquilo”. Boca-Argentinos Juniors. Ganamos 1-0 con un gol de cabeza de Alfredo Moreno. A los pocos días, el Chango le metió cinco goles a Blooming por la Copa Libertadores. Pero ese gol no lo vi desde la segunda bandeja del Riachuelo, porque fue abajo del travesaño, casi en la línea del arco. Lo de menos. Estaba impactado por el olor a meo en las escaleras, por la inmensidad del verde, por la multitud, por la cabeza de león de Maradona asomándose desde su palco. Por mis lágrimas.
La última vez lo llevé yo a la Bombonera. Fue el 27 de abril de 2014. El día anterior había cumplido 58 años. Mi regalo. Fuimos viajando. Lo hice correr desde Plaza de Mayo porque el tránsito era peor que caminar. Le ganamos 4-2 a Arsenal. Anteúltimo partido de Riquelme en el patio de su casa, su último gol. La degeneración cognitiva ya había avanzado lo suficiente como para que, al final del primer tiempo, me preguntara: “¿Para qué lado ataca Boca?”. Ese día lo cuidé como si fuese mi hijo. Que no se me escapara entre los hinchas, que no se perdiera en un acceso. Al día siguiente le conté a un amigo de humor ácido que habíamos ido a la cancha. “Lo llevaste engañado”, me dijo. “Sí -le respondí-, le dije que debutaba García Cambón”.

Carlos María García Cambón debutó ante River en 1974. Le metió cuatro goles. Inigualable. Cuando me gané una mochila de Deportivo Morón en un sorteo del programa de televisión “Aguante Gallo”, fuimos con mi viejo a retirarla a un local-set de Castelar. Estaba como invitado el entrenador de Morón, que en ese entonces era Mané Ponce. Y que había sido un gran puntero derecho de Boca a finales de los 60, principios de los 70. O sea, la niñez y la adolescencia de mi viejo. Le estrechó la mano, le palmeó la espalda y sonrió levantando el bigote y mostrando los dientes. Reaccionó igual cuando vio a Houseman. Volvía a ser un pibe. Acompañaba el saludo con una arenga: “¡René, viejo y peludo!”. Y, a los minutos, volvía a ser un hombre de pocas palabras.

Hoy es 26 de abril. Cumple 64 años. Sí, enfermó muy joven. Y hoy también cumple años Bianchi. Siempre me lo recordaba. “Qué grande, Carlitos Bianchi”. El año pasado le mandé un feliz cumpleaños por WhatsApp. Quizá porque mi viejo ya no podía responderme. Recibí un audio: “Hola, qué tal, Roberto. Te agradezco mucho tus deseos. Felicidades, Carlos”.

Camisetas de la Fiorentina y la Roma, porque ante todo el calcio. Partidos con sus compañeros de trabajo. Un casete con la grabación de la final Italia-Alemania del Mundial España 82 con los relatos de Víctor Hugo. Peleas en las canchitas. Pelotas de las promociones de Olé y Esso. La colección completa de la revista Un Caño. El dinero para el primer año en la escuela de periodismo deportivo. Además de Boca, mi viejo me dio mucho más en relación al fútbol. Todavía no tuve un hijo. Pero tengo a Mateo, mi sobrino, una relación más relajada. Mateo ya fue por primera vez a la Bombonera. A los dos años. Boca-Banfield, 29 de marzo de 2019. Ganamos 2-0. Fuimos con los padres, también bosteros.

Algún día, si se enamora del fútbol, preguntará por su primera vez en una cancha. Guardo la foto con él a upa en la tercera bandeja de la Bombonera que da a Casa Amarilla. Porque la memoria es traicionera y, también, nunca se sabe cuándo se puede perder. Casi como un partido.