“Hay tantos paraísos como personas sueltas por ahí”
Eduardo Sacheri, en su última novela, Papeles en el viento
Eduardo Sacheri, en su última novela, Papeles en el viento
La camiseta de la Juventus la trajo el viejo de la esquina en un barco. “El Nono”, me decía mi papá en el barrio Santa Rosa, Castelar Sur, a tres cuadras de ese túnel que desemboca en el pesado fondo de Marina. Se la encargó cuando era un adolescente y se la compró en Italia para él. Pero por herencia, como otras tantas cosas, la recibí. Y la usé en uno de los instantes fundadores de la personalidad de un señor que nace argentino y futbolero, de un hombre en otro “país do futebol”: cuando el fútbol supura, cuando me ponía las medias azules y blancas los viernes a la noche, antes de la fecha del sábado en el Argentino de Ituzaingó o en alguna canchita de baby oculta en la extensión del Conurbano bonaerense (ganarle con la 89, en la mismísima Capital, a Social Parque, el club de los cracks del futuro, fue épico y todavía es memorable: ellos, cada una de las categorías, habían viajado a Brasil para disputar un campeonato internacional: no se presentaron, el 2-0 reglamentario en la revista, clink caja y tomá Madoni).
La camiseta de la Juventus, escribía, la vestí en uno de esos instantes mágicos, acaso medulares para la formación de una persona. Como la utilizaba para dormir -era mi pijama en los inviernos- esa lana fue mi protección, mi atajo para evitar tiritar y mi prenda infaltable a la hora de sentarme a un costado de la estufa del comedor a las cinco y media de la mañana, de frente a la televisión a perilla con cinco canales para viajar a Malasia y hacerle el aguante a esos pibes, porque le decía de esa manera, “pibes”, con ocho años. Ponía mis rodillas a la altura de la pera, me cubría y me hacía una bola de esos gloriosos colores blanco y negro de la Vecchia Signora, del equipo del francés Platini, me contaba mi viejo, y me hablaba de un Argentinos Juniors de lujo e hidalguía en Japón. Histórico. Hoy, a esa reliquia con un 3 reluciente que había cubierto mi cuerpo para cargar a los primos de River porque la Juventus era campeona de la Copa Intercontinental, y para ver el Mundial Sub 20 de Malasia 1997 que ganó la Argentina de Pekerman, a esa que me guareció aquella semana de junio en la práctica del jueves en el Argentino, a esa y no a otra ni a ninguna versión vintage, la busco con desesperación. Su recuperación me persigue.
“Es la de Cabrini”, me dijo Guido, hincha de Argentinos, cuando le hablé de mi tesoro en una entrada en calor en el predio de González Catán en el que nos formábamos para ser profesionales de Deportivo Morón. Él me dio una de la Selección modernísima, azul marino, y a cambio le presté esa, la de la Juventus. Era un intercambio, se suponía, sólo por un tiempo. No la vi más, porque en un mediodía de lágrimas profundas y caudalosas acurrucado en la cama de mi cuarto me despedí del sueño de ser jugador de fútbol y no lo vi más a Guido ni a nadie. Y, bueno, entonces ahora sí voy a ver de qué se trata esto del amor, Carolina, la chica que había llorado en el aula después de que nos besáramos en una esquina y de que habláramos de noviazgo en un viaje de colectivo para que luego decida en una tarde de Football Manager que no, que no era compatible su pelo negro con luces rojizas y la pelota.
La busco a ella, repito. A la camiseta de la Juventus, por supuesto. La busco, Guido. Tengo tu número de celular acá, a mano, escrito en un papel blanco con una birome negra guardado en la billetera. Te voy llamar mañana sí o sí y, a más tardar, la semana que viene estará conmigo, de vuelta en mis manos para abrazarla y no entregarla por nada del mundo. Para quererla. Porque, sabelo, Guido, no es ni en pedo, ni por puta la de Cabrini; es la del abuelo de la esquina, la de mi viejo, la de cada hincha de River que cargué cuando me creí Del Piero, la de Riquelme, Pablito Aimar, Romeo, Samuel e incluso la de Quintanita -sí, el chiquito de Newell´s que no creció-, la de Sánchez, el entrenador del Argentino, y la tuya, Carolina. La de cada uno de ustedes y, sobre todo, la mía. Allá voy.
La busco a ella, repito. A la camiseta de la Juventus, por supuesto. La busco, Guido. Tengo tu número de celular acá, a mano, escrito en un papel blanco con una birome negra guardado en la billetera. Te voy llamar mañana sí o sí y, a más tardar, la semana que viene estará conmigo, de vuelta en mis manos para abrazarla y no entregarla por nada del mundo. Para quererla. Porque, sabelo, Guido, no es ni en pedo, ni por puta la de Cabrini; es la del abuelo de la esquina, la de mi viejo, la de cada hincha de River que cargué cuando me creí Del Piero, la de Riquelme, Pablito Aimar, Romeo, Samuel e incluso la de Quintanita -sí, el chiquito de Newell´s que no creció-, la de Sánchez, el entrenador del Argentino, y la tuya, Carolina. La de cada uno de ustedes y, sobre todo, la mía. Allá voy.
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