jueves, 30 de marzo de 2017

​Debord por Merlí

-Se llama Guy Debord. Según él, el nuestro es un modelo de sociedad que convirtió la vida de la gente en un espectáculo. Para este pensador, que no conocía las redes sociales, vivimos en una especie de pantalla global donde todo el mundo quiere ser visible a cualquier precio. Dicho de otra manera: si no te muestras, no existes. Por tanto, sólo cuenta lo que proyectamos de nosotros mismos en una imagen. ¿Qué opinan? ¿Creen que si no subimos imágenes nuestras a la red no existimos?
-Todos subimos fotos en Facebook.
-Yo no. Antes de tener un perfil en Facebook, prefiero que me cague un perro encima... No, no se rían, no bromeo, no. A mí no me gusta, yo no quiero compartir mi vida con tanta gente. ¿Qué demonios es eso? ¡Es mucho narcisismo! Todos subiendo fotos. "Miren qué vacaciones pasé, miren qué hijo más lindo tengo". ¿Y a mí qué me importa? ¿De verdad que no tienen nada más que hacer que fotografiar su vida y enseñársela a todos? ¿De qué sirve que todos estemos permanentemente informados de todo lo que hacemos? ¿Qué demonios es eso? ¿Dónde está nuestra privacidad? ¿Por qué tenemos que enseñar nuestras intimidades, como si fuéramos monos de feria sacando el pene ante el público?
-Eso es verdad. Hay gente que hace foto hasta al plato que se está comiendo.
-Sí, claro. Por no hablar de los que van a un concierto y, en vez de verlo, lo graban. Dejen de mirar la vida a través de una cámara y disfrútenla con los ojos y todos los demás sentidos. ¡Cómo echo de menos los teléfonos fijos! Según Guy Debord, el hombre se convierte en espectador de sí mismo cuando se ve reflejado en cualquier pantalla. Pero también se convierte en un ser pasivo, incapaz de tomar decisiones, incapaz de vivir su propia vida. Porque en lugar de vivir las cosas, consumimos ilusiones de las cosas. 

Merlí, capítulo 8, Guy Debord

sábado, 18 de marzo de 2017

Algún día llegaría

Es -no quiero que sea, quiero que sea, sé que va a llegar- el final.

Son las 17:47, y el micro recién encara por Chacabuco, la calle del camping del Club Estudiantes de Olavarría, punto de estacionamiento. Como nunca antes, llegamos cerca de la hora del comienzo del recital. Desde el último asiento, arriba, veo ese mundo que vi -vimos- tantas veces, y con ojos aguados, vidrio de por medio, porque ahí siento que es el final.

Ya no cuando un amigo capta señal en el celular, cerca de la una y media de la mañana, después del concierto, y me dice que informan que hubo muertos por una avalancha. Trece, siete. El show había sido interrumpido cuatro veces por Indio para pedir por favor que pararan con los pisotones y que intervinieran para ayudar a los caídos, y luego había dicho, fastidiado, que así andaba con pocas ganas de seguir.

No hubo trece, ni siete. Hubo dos -una gran cagada-, ninguno por aplastamiento ni asfixia. Pero a la carroña oportunista no le importa el número (no le importa nada de la organización, los accesos, los puestos sanitarios, nada de nada). Y nada fue diferente en términos generales a Tandil, Mendoza, Junín. Fue igual, mejor o peor ese regodeo en ocasiones simbólico con la muerte -en cuerpo y en alma- asignado tantas veces a nosotros, y trasladado ahora, sin escalas, a las bocas de los comunicadores mediáticos y detractores ensillonados, con dosis racistas, prejuiciosas, gusánicas, Pamelas David.

Opino que todo el tiempo todos opinan de todo. La vida como panel de TV.

Y sí: soy un negro cabeza que según las plumas de la moral no entiendo las letras. Si mañana -o dentro de un año, dos, tres- Indio vuelve a presentarse, voy a volver a ir, y así hasta el final. Aunque el final haya sido en aquel momento, cuando mis amigos tal vez se dieron cuenta de mi angustia, y decidieron recargarme con un abrazo de ese capitán no sé qué.

No hay en estas líneas -no puedo que haya- cobertura periodística, como la de Fero Soriano. Tampoco análisis político social, como este de Martín Rodríguez
El deseo de acabar con cualquier “referencia moral” que organice conflictos, que tenga una narrativa de la fractura, es también un signo de época. Ese “plus” molesto que impide pensar al Indio como un hombre solo de la música y su industria lo complementan también sus detractores que esperan siempre que asome la hilacha, que se vea la costura de su “doble moral”, la letra chica de su contrato, las exenciones impositivas, lo que sea que derribe el peregrinar creyente de tantos chicos y chicas, adultos y adultas hacia un lugar “mítico”. Silo habla en la Montaña. El Indio toca en Salta. Porque un Juan Carr es un Juan Carr, es de todos. Es nuestro “24 horas por Malvinas” ambulante de la guerra (perdida) contra el hambre y la pobreza. Pero Solari incluye una referencia ética para sus “fieles” (ahorrémonos, por Dios, la etnografía de esas “misas”) como si eso naturalmente se emplazara contra los intereses de aquellos que sólo quieren una Argentina del comercio y que en espejo son capaces incluso de acusarte de capitalista para defender el capitalismo. Como si para hacer capitalismo hubiera que declarar la fe en él, como si hubiera escapatoria, como si en la venta de entradas no se consagrara el principio de su orden. O, también, aparecen las conciencias del taller de costura del periodismo de rock a decir que el problema de la Argentina es el “fanatismo”, que esto empezó con Illia, que el rock es paz y amor. Dicho lo cual: todos toman demasiado en serio “esto que pasa” en torno al Indio. Como si no pudieran ver la exterioridad de una, llamémosle exageradamente, “creencia”, para ver en cambio una “amenaza” desbordante.
Ni siquiera relato en primera persona, como el de Claudia Cesaroni.
Entonces, lo único que había hecho la intendencia de Cambiemos, una aplicación sobre el recital llamada "Indio en Olavarría", no sirvió para nada cuando más falta hacía algún tipo de información. En vez de celulares inútiles podría haber habido carteles, volantes, personas identificadas (no policías, que no hacían falta, porque el clima era de absoluta alegría y fraternidad) que orientaran, puestos con agua fría y caliente, mapas, tachos para la basura, lugares para cargar los celulares y usar wifi, baños químicos, puestos sanitarios. Entonces, Olavarría se transformó en un meadero y un basural a cielo abierto. Ya me imagino las fotos del domingo y el lunes, comentaba yo: miren lo que hacen estos bárbaros. No me imaginé que además morirían dos personas, y todxs nosotrxs seríamos llamados "sobrevivientes". Cuando hablamos de la selectividad del sistema penal, podríamos dar como ejemplo la enorme cantidad de contravenciones que sucedieron el sábado y domingo (orinar en la vía pública, hacer choris en cualquier lado, transformar una ruta en un estacionamiento, circular en contramano, falsificar entradas, cobrar en negro miles de cosas, vender alcohol y tomarlo en la calle, tirar basura por doquier, etc.). Mientras veía todo eso suceder, sabía que a nadie se le ocurriría ponerse a labrar infracciones. Ahora, a caballo de lo que los medios instalan como "Tragedia", acabo de ver a un señor, supongo que es un fiscal, diciendo que van a investigar "todos los delitos" que se cometieron. Son los momentos en que odio más fuertemente lo habitual al sistema penal y sus caranchismos. Después, cuando veo el modo en que lo que sucedió se presenta en algunos medios de comunicación, el odio se reparte en partes iguales. No sé qué pasará ahora. Temo que nada bueno. Yo creo que le caen al Indio por lo mejor que es, no por todo lo que no funcionó en la organización de este recital, no por las puertas que no alcanzaron, ni siquiera por las dos muertes, que no creo le sean imputables ni siquiera en la mente carancha más afiebrada.
Son, de acuerdo, marcas distintivas en el medio de la podredumbre.

Lo único que tengo claro con el paso de las horas -que tuve, que tendré- es la tristeza: mirar para atrás y llorar, tratar de no ser ingrato, no apenarme dentro de las "normas" de los hijos de puta. En todo caso, con los míos, desde adentro, comiendo nuestro dolor a veces inexplicable, vitalmente inexplicable.

viernes, 10 de marzo de 2017

El viejo y el béisbol

-Santiago -dijo el muchacho.
-Sí -respondió el viejo.
Sostenía un vaso en las manos y pensaba en muchos años antes.
-¿Puedo ir a traerte las sardinas de mañana?
-No. Vete a jugar béisbol. Yo todavía puedo remar y Rogelio tirará la red.
-Quisiera ir. Si no puedo pescar contigo me gustaría ayudarte de alguna manera.
-Ya me invitaste una cerveza -dijo el viejo-. Ya eres un hombre.

***

Se consideraba una virtud no hablar innecesariamente en el mar, y el viejo así lo creía y lo respetaba. Pero ahora muchas veces decía sus pensamientos en voz alta ya que a nadie molestaba.
-Si los demás me oyen hablando solo dirán que estoy loco -dijo en voz alta-. Pero como no estoy loco, no me importa. Los ricos en sus botes tienen radios que les hablan y les dan los resultados del béisbol.

***

-Pero los hombres no están hechos para la derrota -dijo-. Se les puede destruir, pero no derrotar.
De cualquier manera lamento haber matado al pez, pensó. Ahora vienen los malos tiempos y yo ni siquiera tengo arpón. El dentuso es cruel, capaz, fuerte, inteligente. Pero yo fui más inteligente. Quizá no, pensó. Quizá tan sólo yo tuve las armas.
-No pienses, viejo -dijo en voz alta-. Navega tu rumbo y enfrenta cada cosa en su momento.
Pero tengo que pensar, pensó. Es todo lo que me queda. Eso y el béisbol. ¿Le habría gustado al gran DiMaggio cómo le di en el cerebro? No fue gran cosa, pensó. Cualquiera podría hacerlo. Pero, ¿tú crees que mis manos hayan sido un gran contratiempo como las espuelas de hueso? No lo puedo saber. Siempre he tenido bien los talones, salvo la vez en que estaba nadando y pisé una raya que me paralizó la parte inferior de la pierna y me dejó un dolor insoportable.
-Piensa en algo alegre, viejo -dijo-. Cada minuto estás más cerca de casa. Se viaja más ligero con ochenta kilos menos.


El viejo y el mar, Ernest Hemingway, 1952
Foto: Marilyn Monroe & Joe DiMaggio.