lunes, 5 de junio de 2017

Elegancia

LA ELEGANCIA DEL SER 

Cuando el guerrero llega al borde del abismo de la muerte, salta en él en posición de combate; el bailarín se arroja en paso de baile, el místico en postura de yoga, el tonto tropieza y cae. Es notable lo que hace el elegante: antes de caer, se da vuelta y saluda.


Ninguna moral -es decir, un arbitrario código de costumbre determinado por las epocales conveniencias de quienes detentan el poder- justifica valorativamente la existencia humana.

Ni siquiera la ética -en cualquier caso una visión superior a la moral ya que nace de un esfuerzo voluntario por solidarizarse con la existencia de los prójimos- puede ser mencionada como una cualidad del ser, ya que tal ética nunca es espontánea.


Tampoco la belleza puede ser sustento ontológico porque, como decía Rilke, sólo es la tapa que oculta el horror de la existencia.


Sólo el estilo innato de las presencias puede ser considerado una manifestación propia del ser antes de que resulte condicionado por la experiencia social. A este sello precultural del ser lo denominamos elegancia, siendo su carencia la plena demostración de la no existencia del ser.


¿Eres tú elegante?


Es difícil reconocer las manifestaciones de elegancia del ser ya que existe una versión apócrifa que la imita: el psicópata seductor que obsequia amabilidad para rapiñar afecto, pasión o futuro; los astutos modales del comerciante que te acaricia tu dignidad para vaciar tu alacena; la elocuencia del hábil hablador que hipnotiza con su discurso para imponer sus designios.


En la vida cotidiana es más visible definir la elegancia a través de su ausencia.


a) No son elegantes las conversaciones que desincluyen a terceros. Tanto las anécdotas como las teorías que se mencionan en una charla deben ser comprensibles a todos los participantes. En todo caso si una presencia obliga a bajar el nivel de tal charla, es preciso interrogarse sobre el motivo de su presencia y la responsabilidad que le cabe a uno de que allí esté. Los elegantes mantienen un estado de copresencia mental en la que incluyen a todos los participantes del evento. Están al tanto de la comodidad o incomodidad de cada uno de los asistentes. No hay elegancia sin sensibilización. 

b) El que habla casi nunca es elegante. Tampoco lo es el que oye, sino el que escucha. El que oye espera el final de tu frase para él continuar con la suya. El que escucha, en cambio, intenta enriquecer la riqueza de tu oración, si de eso se trata, o va a encontrar puertas abiertas para los conflictos que tus palabras enuncian si tal caso fuera.
c) De los que hablan, es elegante el que habla de ti y no de sí mismo. Y más aún lo es el que no se refiere ni a ti ni a él, sino al extraño mundo que los rodea. 
d) No es elegante sufrir. Pero mucho menos lo es expresar tal sufrir. El padecimiento como toda peste es contagiosa y su vía de inoculación son los gestos y las palabras.
e) No es elegante tener. Como tampoco lo es no tener. Lo que es impecable es la desafección. Esa descuidada tendencia a olvidar la relación con los objetos.

Cerdos&Peces: Lo mejor, Enrique Symns, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2011