(...)
Usted es escritor, tiene, como dijo hace poco, obligación de conocer las palabras, sabe que los adjetivos no sirven para nada, si una persona mata a otra, por ejemplo, sería mejor enunciarlo así y confiar que el horror del acto, por sí solo, fuese tan impactante que nos liberase de decir que fue horrible, Quiere decir que tenemos palabras de más, Quiero decir que tenemos sentimientos de menos, O los tenemos, pero dejamos de usar las palabras que los expresan, Y, en consecuencia, los perdemos, Me gustaría que me hablasen de cómo vivieron en la cuarentena, Por qué, Soy escritor, Sería necesario haber estado allí, Un escritor es como otra persona cualquiera, no puede saberlo todo, ni puede vivirlo todo, tiene que preguntar e imaginar, Un día quizá le cuente cómo fue aquello, luego podrá escribir un libro, Estoy escribiéndolo, Cómo, si está ciego, Los ciegos también pueden escribir, Quiere decir que ha tenido tiempo de aprender el alfabeto braille, No conozco el alfabeto braille, Entonces, cómo puede escribir, preguntó el primer ciego, Voy a mostrárselo. Se levantó de la silla, salió, en un minuto regresó, llevaba en la mano una hoja de papel y un bolígrafo, Es la última página completa que he escrito, No la podemos ver, dijo la mujer del primer ciego, Tampoco yo, dijo el escritor, Entonces, cómo puede escribir, preguntó la mujer del médico, mirando la hoja de papel, donde, en la penumbra de la sala, se distinguían las líneas muy apretadas, sobrepuestas en algunos puntos, Por el tacto, respondió sonriendo el escritor, no es difícil, se coloca la hoja de papel sobre una superficie un poco blanda, por ejemplo sobre otras hojas de papel, después sólo es escribir, Pero, si no ve, dijo el primer ciego, El bolígrafo es un buen instrumento de trabajo para escritores ciegos, no sirve para darle a leer lo que haya escrito, pero sirve para saber dónde escribió, basta con ir siguiendo con el dedo la depresión de la última línea escrita, ir andando así hasta la arista de la hoja, calcular la distancia para la nueva línea y continuar, es muy fácil, Noto que las líneas a veces se sobreponen, dijo la mujer del médico, cogiéndole delicadamente de la mano la hoja de papel, Cómo lo sabe, Yo veo, Ve, recuperó la vista, cómo, cuándo, preguntó el escritor, nervioso, Supongo que soy la única persona que nunca la perdió, Y por qué, qué explicación tiene para eso, No tengo ninguna explicación, probablemente no la hay, Eso significa que ha visto todo lo que ha pasado, Vi lo que vi, no tuve más remedio, Cuántas personas había en aquel lugar de la cuarentena, Cerca de trescientas, Desde cuándo, Desde el principio, salimos sólo hace tres días, como le he dicho, Creo que yo fui el primero en quedarme ciego, dijo el primer ciego, Debió de ser horrible, Otra vez esa palabra, dijo la mujer del médico, Perdone, de repente me parece ridículo todo lo que he estado escribiendo desde que nos quedamos ciegos, mi familia y yo, De qué trata, De lo que hemos sufrido, sobre nuestra vida, Cada uno debe hablar de lo que sabe, y lo que no sepa, pregunta, Yo le pregunto a usted, Y yo le responderé, no sé cuándo, un día. La mujer del médico tocó con la hoja de papel la mano del escritor, No le importa mostrarme dónde trabaja, lo que está escribiendo, Al contrario, venga conmigo, Nosotros también podemos ir, preguntó la mujer del primer ciego, La casa es suya, dijo el escritor, yo aquí sólo estoy de paso. En el dormitorio había una mesita y sobre ella una lámpara apagada. La luz turbia que entraba por la ventana dejaba ver, a la izquierda, unas hojas en blanco, otras, a la derecha, escritas, en el centro una estaba a medio escribir. Había dos bolígrafos nuevos al lado de la lámpara. Aquí tienen, dijo el escritor. La mujer del médico preguntó, Puedo, sin esperar la respuesta cogió las hojas en blanco, serían unas veinte, pasó los ojos por aquella menuda caligrafía, por las líneas que subían y bajaban, por las palabras inscritas en la blancura del papel, grabadas en la ceguera, Estoy de paso, había dicho el escritor, y éstas eran las señales que iba dejando, al pasar. La mujer del médico le posó la mano en el hombro, y él con sus dos manos la buscó, se la llevó lentamente a sus labios, No se pierda, no se deje perder, dijo, y eran palabras inesperadas, enigmáticas, no parecía que vinieran a cuento.
(...)
Ensayo sobre la ceguera (1995), de José Saramago
No hay comentarios.:
Publicar un comentario