domingo, 15 de septiembre de 2024

El fútbol es un juego que nunca cansa

El fútbol es un juego de suburbios; se aprende en los escabrosos terrenos de las últimas casas, entre los escombros de los edificios en construcción. Uno aprende descalzo a encajar los golpes sin sentirlos, protegido por el capricho de gobernar el lanzamiento del balón con un pie. Las zapatillas, los árbitros y las superficies de hierba llegan tarde, después de la más gozosa selección natural. El fútbol es un juego que nunca cansa: uno sube a casa por la noche con las ganas intactas de volver a empezar de inmediato. En verano era una alegría cuando, después de la cena, a uno le daban permiso para bajar otra vez al patio y darse una última carrera. El fútbol es un juego que se aprende aun a solas frente a una pared haciendo voleas sin parar. Sólo en el fútbol los suburbios son una mina, una cantera de talentos legendarios.
Para cualquier otra profesión hacen falta las bocconi y las harvard; se necesitan las acreditaciones que proporcionan la pertenencia a una clase y la riqueza. En cambio, el fútbol hace brotar la gloria en las chabolas de los mortificados, junto a los vertederos de Buenos Aires, en las ardientes playas de Brasil. El astro más fulgurante, el más bravucón y el mayor prestidigitador del fútbol de todos los tiempos viene de las míseras Américas del Sur, súbditas del Norte, viene de las tiranías fratricidas. Maradona, Diego Armando, argentino como el tango, vino para que al viejo continente se le desorbitaran los ojos y se le desollaran las manos de tanto aplaudir. Su pie izquierdo fue el más sofisticado instrumento de precisión de la geometría y de los malabares del fútbol.