Esto lo escribió mi amigo Juan Diego Britos en su Facebook. Él es de Ramos; yo de Castelar. Juan trabaja en Policiales de Tiempo Argentino; yo, Beto, en Deportes. Es algunos años más grande y jode con que es mi hermano mayor. Quizá por esto que expresa acá: que me expresa. En el Sarmiento, muchos de nosotros fuimos a estudiar a Capital, viajamos para ir a la cancha de nuestro club, nos encandilamos con una chica desde que subimos hasta que bajamos -al punto de escribirle nuestro número en el boleto y dárselo-, vimos a Charly en el furgón -ese vagón mágico-, nos compramos chocolates... Todo eso ocurre porque este tren es parte de nuestras vidas. Me da gusto no viajar, pero, a veces, añoro esa sensación. Es adrenalina. Es un deporte extremo. Es saber que no sabés lo que puede suceder. A mí también me llamaron y mandaron mensajes para ver si respiraba. Acá estoy, respiro. Como Britos y tantos más que no estuvimos entre los muertos por milagro -escribe Juan- o vaya a saber por qué carajo.
Muchos de nosotros crecimos en el ferrocarril Sarmiento. Sus vagones fueron espacio de los primeros viajes a Once: así fuimos al trabajo, a comprar ropa o buscar la entrada para algún recital en Locuras. El Oeste es el Sarmiento. Moreno, Merlo, San Antonio de Padua, Ituzáingo, Castelar, Morón, Haedo, Ramos Mejía, Ciudadela. La frontera es Liniers. Ahí comienza otro viaje. Al Sarmiento nos subimos para ir a la cancha; para volver de bailar. Allí hemos conocido mujeres y hasta nos hemos agarrado a piñas. En el furgón dormimos de regreso, nos pasamos de estación. Luego llevamos a nuestros hijos y les compramos lápices baratos para calmar la ansiedad del viaje.
Lo que pasó esta mañana atraviesa a la familia bonaerense, esa que viaja como ganado para limpiarle la casa a los porteños; la que atiende las mesas de los bares lindos de Recoleta y contesta los teléfonos de los callcenter de Microcentro. A nadie le interesa como viajamos. En los 90’ le regalaron el Sarmiento a una asociación ilícita y luego la subsidiaron. Dijeron que era deficitario y le pintaron la cara. Comenzaron a multarnos si subíamos sin pagar. Pusieron máquinas desechadas en otros países para que sacáramos los boletos. Nosotros obedecimos, como siempre. Cancelaron salidas históricas de los andenes de las estaciones.
Hoy varios de nosotros no estuvimos entre los muertos de milagro. Temprano llamó mi hermana, preocupada. Más tarde me comuniqué con amigos, todos estaban bien. Pero muchos otros lloran y son noticia. Con los días se apagarán las luces de las cámaras y otras trivialidades alimentaran las pantallas. Los diarios publicarán alguna investigación antes investigada y publicada. Nosotros, los pasajeros seguiremos esperando. Como siempre. A pocos les importa que entre las estaciones Caballito y Once las formaciones viajen al galope porque no cambian los durmientes. Ahora aparecerán los opinólogos profesionales en los canales cable para repartir culpas. Luego los funcionarios eximirán de culpas a los gobiernos que representan. La empresa TBA explicará –a través de su vocero- que lamenta lo ocurrido. Pero nada dirá sobre la falta de inversión, la desidia institucional. Nada.
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