G. I. estaba sentado en la última fila del 166. Desde ahí escuchó cómo un pibe -voz aflautada, medias con bermuda, cara chillona- empezaba a gritar en el centro del colectivo. Algunas cabezas le obstruían la visión.
-¡Bajo acá! ¡Toqué el timbre, bajo acá! ¡Daleee, dale, abrime, bajo acá! ¡Daleee, abrime la puerta!
El padre de G. I., un tano furioso que nunca entibió el alma con canciones de Erica Mou, había trabajado veinticinco años de chofer en la línea 238, allá en el oeste conurbano; de colectivero, como decían. “Vos no te podés quejar -lo había boludeado una vez un arquitecto-, manejás un Mercedes Benz todos los días”. El pibe corrió hacia la puerta delantera y, mientras buscaba complicidad con los demás pasajeros, veía que el punto en el que tenía que bajarse se achicaba en el horizonte.
-¡Dale, loco, que te cuesta! ¡Abrimeee, hijo de puta, dale!
Sólo llegó a aclararle en un mensaje unívoco, los ojos cubiertos de gafas para protegerse del sol de Juan B. Justo, que no podía frenar ahí -el bondi avanzaba por la cinta asfáltica del metrobus- porque le podían hacer una multa. De bronca, y con los oídos supurados de la mierda que le gritaba el pibe, ahora a quemarropa, al lado, pasó de largo en la estación Pueyrredón, quizá para hacérsela caber.
-¡Hijo de putaaa! ¡Abrime, qué te cuesta, hijo de putaaa!
A G. I. se le dibujaba la mañana en la que se levantó y su madre le dijo que a papá un borracho lo había bañado en cerveza por la plaza de Ituzaingó, y que por eso estaba en casa temprano, como los sábados, que traía facturas para mojar en el café y lo llevaba a la tarde a jugar al club Argentino.
Frenó en la siguiente estación: Murillo.
El pibe le repitió que era un hijo de puta y, al traspasar la puerta, lo gargajeó.
Bajó a buscarlo, a ofrecerle que viniera a pegarle. “¡Qué me decís boliviano, vení!”, reprodujo lo que el pibe le había lanzado desde el cruce de la avenida, y que nadie había oído.
G. I., mientras los pasajeros miraban y cuchicheaban -“la sociedad está loca, enferma”, “la puta madre, voy a llegar tarde”- le ordenó a la vieja que tenía sentada a un costado, sin que lo registrara, que le mirara la mochila. Caminó hasta la puerta, bajó a la plataforma de la parada y trató de contenerlo. Con las manos en sus hombros, le dijo al oído que lo comprendía: que su viejo había dejado la columna -y el cerebro- arriba de un colectivo.
Que se tranquilizara: que él valía la pena.
G. I., antes de bajarse en Guatemala, con la sangre calabresa recorriéndole las manos y los cables cruzados, se acercó a él: “Tendría que haberlo puesto. Vos no podés; estás laburando”.
-Estaba esperando que me tirara la piña, pa; por eso puse el freno de mano -le respondió mientras bajaba la mano izquierda, ya engafado, no sin dejar de mover el cuerpo por el mal trago.
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