"En la vida de todos los seres humanos hay un testigo al que conocemos desde jóvenes y que es más fuerte. Hacemos todo lo que podemos para escondernos de la mirada de ese juez impasible lo deshonroso que alberga en nuestro seno. Pero el testigo no se fía, sabe algo que nadie más sabe. Pueden nombrarnos ministros o darnos premios, pero el testigo tan sólo nos mira y sonríe".
Sándor Márai, La mujer justa
El Ale era mundial. Le cortaba el pasto y le hacía trabajos de jardinería a la casaquinta deshabitada de una pareja en la calle Sarmiento, en la parte rica de Ituzaingó; y, visto en perspectiva, le copábamos el rancho: pelota pileta fernet y, cada tanto, culos en vivo y en directo, al alcance de la mano. Una vez descentramos una playera blanca camino a la meca de la libertad, porque yo tenía la bici, y el Ale la quinta, y él manejaba y yo iba en el manubrio. Era tan grosso, que a la altura de mi séptimo grado -¡el Ale era más chico!-, me entregó en bandeja a la chica que me gustaba, me hizo gancho. De noche, en el polideportivo, alejado de cualquiera de los adultos, perdidos cerca de la cancha de pádel.
-Andá, te espera cerca del árbol.
Y ahora, acá, el muy cagón escribe esto, chocándose por enésima vez con el muro de OSO, la tapia infranqueable, esa puta cordillerana, y se pregunta qué hubiese pasado si se abría la paradoja de Volver al futuro.
Y si se pregunta se arrepiente y se vuelve a preguntar.
Boludo. Reboludo.
¿En qué andará ahora el Ale, gordo divino?
¿Cuándo uno deja de ser amigo de otra persona?
¿Cuando la escribe?
¿Cuando la ve una vez por año?
¿Cuando no la ve en toda la medida de tiempo que significa un año?
¿Cuando escribe y se calma?
Eso, calma.
Me voy a ir a Bahía Mansa.
Una bahía.
Una entrada.
Una salida.
Ya volví.
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