Ph.: Dieter Meylr. |
—¿Te gustaría tener más una ex que una novia, no? —le preguntó, sin darse vuelta.
—¿Qué? —dijo Ezequiel, que de verdad no había escuchado.
Ayelén no repitió la pregunta. Volvió a entrar al baño. Ezequiel salió al balcón y miró a los médicos en ronda. Fumaban como escuerzos en el patio trasero de la clínica. Le fascinaba ver fumar a doctores de blanco. Del otro lado de la pared, una fila de personas que esperaba el colectivo. Cualquier halo de superioridad, pensó, cualquier atisbo de ego desmesurado, se te va un día de sol mientras esperás el colectivo, con la gota cayendo por la espalda. La espalda. Giró, extendió los brazos, quedó de frente al ventanal y, agarrado con las manos de la baranda del balcón, cual Jesucristo, se inclinó hacia atrás hasta quedar mirando el cielo. Último piso. Las nubes, el sonido lejano de un avión, los ojos entrecerrados. Ay, ese dolor de columna, la puta que me parió, tengo que salir a correr, llamar a la masajista, calmarme, basta, basta. Bostezó sin abrir la boca. Cuando entró, Ayelén ya estaba cambiada. Y hermosa.
—¿Leíste El tren de los pasajeros de la noche, ese cuento de Fogwill? —le preguntó Ezequiel.
—Te lo pasé yo hace tiempo, pero seguro ni bola.
—No me lo pasaste.
—Sí, te lo pasé.
—Bueno. Hay una frase genial en un diálogo, sobre el final, que…
Ayelén se deslizó hasta la puerta como una patinadora en la pista de hielo, y acompasando el cuerpo a las palabras, sopló: “Los peces podrán saber de todo, pero lo último de lo que un pez se entera es que vive en el agua”. Ezequiel chapoteó en su vanidad. Las cosas son o no son. ¿Las cosas son o no son?
—¿Te molesta si te quiero? —le dijo ella.
—No —respondió él.
—¿Entonces?
—Nada. Parece que la cotidianidad no es para nosotros. Estamos hechos para lo extraordinario —mintió Ezequiel.
—¿Y si de verdad te ves a vos, y no te tomás todo tan a la tremenda, y te la bancás?
Ezequiel dejó entrever una sonrisa. Una sonrisa de más te puede costar caro, se dijo ella, y dio un portazo. Ezequiel se hundió en el sillón. Un minuto, si no me voy a quedar a vivir. Se levantó, agarró de la mesa la botella que Ayelén había dejado por la mitad, y volvió a salir al balcón. Los médicos habían entrado. Cerró el ventanal. Con un poco de agua, regó las plantas. El resto se la echó lentamente de la frente hacia la nuca, recorriendo el pelo. Apoyado en la baranda, se inclinó ahora hacia adelante y hacia abajo. Un péndulo. El vacío. Pasajeros que esperan el colectivo. Se agarró fuerte. Empezó a contar hasta marearse. Uno, dos, tres, veinticinco segundos. Y, como un perro que recién sale de la pileta, sacudió la cabeza.
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