miércoles, 3 de febrero de 2021

Stephen King, periodista deportivo

Gould me recibió con una mezcla de recelo e interés. Dijo que, si yo no tenía inconveniente, nos pondríamos mutuamente a prueba.

Como estaba lejos de los despachos del instituto, apelé a cierto grado de sinceridad y le dije al señor Gould que no sabía mucho de deporte. Él contestó:

—Piensa que la gente va al bar, se emborracha y entiende los partidos. Sólo tienes que esforzarte un poco.

Acto seguido me entregó un rollo enorme de papel amarillo para escribir a máquina las crónicas (me parece que sigo teniéndolo) y prometió pagarme medio centavo por palabra. Era la primera vez que me ofrecían dinero a cambio de escribir.

Los primeros dos artículos que presenté versaban sobre un partido de baloncesto en cuyo transcurso un jugador del instituto había superado el 35 récord de puntos del centro. Uno era la típica crónica, y el otro un apunte sobre el partido que había hecho Robert Ransom, el detentor del nuevo récord. Le llevé los dos a Gould el día después del partido, para que pudiera tenerlos el viernes (que era el día en que se publicaba el semanario).

Gould leyó la crónica, corrigió dos detalles y la descartó. Después, bolígrafo en ristre (grande y negro), acometió la lectura del articulito de fondo.

Los dos años que faltaban para acabar el instituto me depararían muchas clases de literatura, y la facultad muchas de narrativa y poesía, pero aprendí mas en diez minutos con John Gould.

Ojalá conservara el artículo, porque merecería enmarcarse con las correcciones, pero guardo un recuerdo bastante claro del texto y de su aspecto después de que Gould lo hubiera repasado con el bolígrafo negro. He aquí un ejemplo:

Anoche, en el popular gimnasio del instituto de Lisbon, la hinchada local y la de Jay Hills reaccionaron con el mismo asombro ante una proeza deportiva sin parangón en la historia del centro. Bob Ransom, cuya estatura y puntería le han granjeado el apodo de «Bob, el Bala», marcó treinta y siete puntos. No, no han ustedes leído mal. Lo hizo, además, con elegancia, rapidez... y una educación poco frecuente, que se tradujo en dos únicas personales en toda su búsqueda caballeresca de un récord que no se había roto en Lisbon desde los años de Corea... (1953)

Al llegar a «los años de Corea», Gould interrumpió la lectura y me miró.

—¿De qué año era el último récord? —preguntó.

Suerte que yo tenía mis apuntes.

—De 1953 —contesté.

Gould gruñó y siguió corrigiendo. Cuando terminó de marcar el texto tal como aparece encima de estas líneas, levantó la cabeza y vio algo en mi cara. Debí de parecerle horrorizado, pero estaba en éxtasis. Pensé: ¿por qué no hacen lo mismo los profesores de lengua? Era como el «hombre visible» que tenía Diehl en su mesa del aula de biología.

—Oye, que sólo quito lo que está mal, ¿eh? —dijo Gould—. En general es muy correcto.

—Ya —dije yo, refiriéndome a las dos cosas: a que en general era muy correcto y a que sólo quitaba lo que estaba mal—. No se repetirá.

Él rió.

—Pues entonces nunca tendrás que ganarte la vida trabajando. Podrás dedicarte a esto. ¿Quieres que te explique alguna de las correcciones?

—No —dije yo.

—Escribir una historia es contársela uno mismo —dijo él—. Cuando reescribes, lo principal es quitar todo lo que no sea la historia.

El día en que presenté mis primeros dos artículos, Gould dijo otra cosa interesante: que hay que escribir con la puerta cerrada y reescribir con la puerta abierta. Dicho de otra manera: al principio sólo escribes para ti, pero después sale afuera. Cuando ya tienes clara la historia y la has contado bien (al menos dentro de tus posibilidades), pertenece a cualquier persona que quiera leerla. O criticarla. Si tienes mucha suerte (ahora es una idea mía, no de John Gould, pero creo que él habría suscrito el concepto), serán mayoría los que prefieran lo primero a lo segundo.

Cuando Stephen King fue periodista deportivo en el Weekly Enterprise de Lisbon Falls. Lo cuenta en Mientras escribo (2000).

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