No existe lo que se llama periodismo independiente, a menos que se trate de un periódico de una pequeña villa rural. Ustedes lo saben y yo lo sé. No hay ni uno solo entre nosotros que ose expresar por escrito su honrada opinión, pero, si lo hiciera, sabe perfectamente que nuestro escrito no sería nunca publicado.
Me pagan 150 dólares semanales para que no publique mi honrada opinión en el periódico en el cual he trabajado tantos años. Muchos, entre nosotros, reciben salarios parecidos por un trabajo igual al mío. Y si uno cualquiera de nosotros estuviera lo suficientemente loco para escribir su honrada opinión se encontraría en medio de la calle buscando un empleo cualquiera, exceptuando el de periodista.
El oficio de periodista en Nueva York, y yo creo que en todas partes, consiste en destruir la verdad, mentir claramente, pervertir, envilecer, arrojarse a los pies de Mammón, vender su propia raza y su patria para asegurarse el pan cotidiano.
Ustedes lo saben y yo lo sé; así pues, ¿a qué viene esta locura de brindar por la salud de un periodismo independiente?
Somos las herramientas y los lacayos de unos hombres extraordinariamente ricos que permanecen entre bambalinas. Somos unas marionetas; ellos tiran de los hilos y nosotros bailamos al son que ellos quieren.
Nuestros talentos, nuestras posibilidades y nuestras vidas, son propiedad de otros hombres. Somos unas prostitutas espirituales.
John Swinton, redactor jefe de The New York Times entre 1860 y 1870, en una cena en su honor brindada por el gremio de prensa en 1880
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