“¿En qué pensará que sonríe?”, se preguntó Ezequiel.
Un perro subió al vagón y se acostó en el pasillo. Ningún pasajero, salvo Ezequiel, pareció notarlo.
—Qué habilidad tenés para esquivar ciertas cuestiones —salió de la pantalla Ayelén, y le acomodó la manga de la remera a Ezequiel. Un alma en la tierra disfrutaba de ese gesto. Él todavía lo disfrutaba.
—No es habilidad, es voluntad —contestó.
—En eso te diferenciás del Burrito Ortega y sus gambetas.
—¿Sólo en eso?
—Roble...
—El precio de la libertad es la soledad. Y sin embargo, acá estoy, muy orondo. Te dejo de lado pendejadas, existencialismos y cagazos.
—Para jugar, Roble, para jugar hay que ensuciarse las manos.
Cuando lo llamaba por su apellido, Ayelén tenía algo serio para decir. O lo pretendía. Él sabía que ella nunca dejaba de jugar.
Ezequiel volvió a concentrarse en la chica dormida. Sus clavículas sudadas le recordaron a Estefanía. Su piel tostada por el sol, a Anahí.
El perro esquivó a un viejo que leía la Gazzetta dello Sport y se acercó a la chica. La olfateó de los pies a la rodilla y movió la cola. Cuando le lamió el tobillo, la chica abrió los ojos. Intentó acariciar al perro en la cabeza. El perro la esquivó y caminó hacia el próximo vagón.
Ezequiel registraba los carteles y memoriza las estaciones. Las repetía como si fuese una formación de un equipo de fútbol. Atrás, se dijo como epílogo, queda Roma. Le pareció, en idénticas proporciones, solemne y pelotudo ese “atrás queda Roma”.
Ayelén guardó el teléfono en su mochila y sacó el libro que se había comprado durante los primeros días de las vacaciones en una librería de usados en Barcelona: Poemas de otros, Mario Benedetti, 1974. Agarró la fibra celeste para hacer lo de siempre: marcar los versos que más le gustaban. Ezequiel llegó a ver que leía el poema “Táctica y estrategia”.
Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos
mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible
La interrumpió cuando llegaron a Fiumicino.
—Ya voy —pidió Ayelén.
Ezequiel se paró en la puerta abierta del tren a fumar un cigarrillo. El ruido de las valijas con ruedas era insoportable. Seguro así, pensó Ezequiel, con esta banda de sonido, te reciben en el infierno. Trató de distraerse, de pensar en otra cosa también. Hasta que Ayelén lo empujó hacia adelante.
—¡Daaale Roble, se va el avión, se va el avión!
Aquella tarde hacía calor en Roma. Ezequiel agarró la botella de agua de su mochila y tomó un trago. Ayelén caminaba con el cuerpo arqueado levemente hacia abajo, pisando hacia adentro. Lo había enamorado su forma de caminar.
Ezequiel la dejó adelantarse. La miró irse de a poco mientras terminaba de tomar agua. Después buscó un tacho de basura y tiró la botella vacía.
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