Durante la última semana, sin que hubiera sucedido nunca antes, una almohada de la cama amanecía tirada en el piso, en el costado opuesto al que dormía Ezequiel -cuando dormía-, como si la energía del vacío la tirara noche tras noche. Cuando enfermó, hacía ya más de un año y medio, Ezequiel había empezado a usar sin parar la cámara del celular. Una foto. Otra foto. Secuencias. Ángulos. Retratos. Había odiado, durante mucho tiempo, la interrupción de la experiencia que producía sacar una foto. Sólo sacaba con placer durante los viajes de vacaciones, cuando se convertía en “un turista de la vida”, ironizaba. Pero ahora sacaba todo el tiempo. A sus familiares. A sus amigos. A sus perros. A cualquier objeto. Le apuntó a la almohada.
Eran las siete de la tarde, la hora de las galletitas de agua con queso fresco. De chico, cuando su padre se había quedado sin trabajo y traía unos pesos después de pasar doce horas arriba del auto como remis, su madre lo esperaba a las siete de la tarde con las galletitas de agua con queso fresco (y el mate). Ahora se sentía poco hombre, un flojo, ningún vivo. Caminaba por la calle y veía a hombres como su padre trabajando en una obra en construcción, bajando carga pesada a los negocios, manejando camiones y colectivos.
Ezequiel era periodista. “Al fin y al cabo -había leído en La fragilidad de los cuerpos- había lugares y situaciones que había descubierto mientras elaboraba un artículo. Eso era justamente ser periodista. Tener la capacidad de pasar de la ignorancia al conocimiento detallado”. Lo había disfrutado. Cada tanto, incluso, lo disfrutaba. Pero había caído en un pozo y desde abajo veía la superficie de ser periodista: la mierda y la falsedad, la vanidad yo-yo y el ego desmesurado, el postureo infantiloide de red social, las plumas de los pavos reales.
“Peor es trabajar”, había escuchado mil veces la frase en las redacciones. “Vos -se decía mientras miraba al que la tiraba- porque no laburaste en tu puta vida”. Ezequiel tampoco había trabajado tanto por fuera del periodismo. Pero su primer trabajo, las cinco horas en el fondo de una carnicería empanando milanesas, se le habían quedado impregnadas como el olor a carne podrida y lavandina destilada. Ezequiel no escribía porque de chico su padre le había inculcado el hábito de la lectura. Y dudada de aquellos que escribían “lindo”. Si no dejás un poco de vida al escribir, no sé si escribís.
Agarró el sobre y escribió en el dorso: “El sentido de la perspectiva”. Adentro había guardado la carta. La gente escucha historias que quiere que les sucedan a los demás, se dijo. Extrañaba al Ezequiel que había sido, sentirse fuerte, más calmo. Le dolía lo que no había podido ser: nada más intenso que lo que nunca sucedió. A la mierda con todo. También con el trabajo soñado: dedicarse a zaracear, una por día, para no confundirse, las etiquetas de los vinos.
Ezequiel abrió la puerta. Se cruzó con una vecina. La ignoró. Subió a la terraza. No hacía calor ni frío. Había un viento que cerraba de golpe las puertas, que retumbaba contra las ventanas, que movía las copas de los árboles. Miró hacia el oeste. A lo lejos, al chico que había sido, a la casa en la que había crecido, al barrio en el que se había criado. Sintió como si alguien le apretase la nuca con los dedos pulgares, provocándole un dolor desconocido. Dio una vuelta por la terraza. En otro momento había sido su lugar de entrenamiento, donde corría y hacía ejercicios. Había perdido la compañía de la suerte.
Sacó el celular del bolsillo de la camperita y se vio con la cámara invertida: una selfie, mirándose a los ojos. Del otro bolsillo, agarró el tarro de las pastillas, lo tiró hacia arriba y, antes de que tocara el piso, le metió un patadón. El tarro se abrió en el vuelo y las pastillas cayeron en la calle. Reacomodándose, se tanteó la cintura y se ajustó el jean. Temblaba. Sudaba helado. La última vez que había tenido un arma contra el vientre, recordó, él era Terminator y las balas eran de cebita.
Le sacó el seguro y se la llevó a la sien. “No me quiero entrometer -le dijo Ayelén-. ¿Probaste con no matar a Ezequiel al final?”. Ella tenía la capacidad de decirle palabras a su cabeza. Ezequiel se río, se río y se largó a llorar, se río y se le vencieron las rodillas, se río y se agarró el estómago del dolor, y no pudo parar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario