En
la pantalla de led, las aves de la tapa de "Pajaritos, bravos muchachitos" vuelan de oeste a este. La foto que
se sacó Indio en Bahía Mansa, Villa La Angostura, o que encontró mientras
boludeaba en Google, cobra vida. Se mueve. Acá estamos embarrados hasta los tobillos. “¿Hay
alguna canción que tenga la palabra ‘barro’?”, les pregunto a los pibes. Somos
cinco. Ya perdimos a nueve con los que salimos de la casa alquilada en Gualeguaychú.
Ninguno responde. No falta nada para que empiece el recital. Son las diez de la
noche y estamos cada uno en nuestro mundo. Ansiosos y nerviosos y
preguntándonos qué carajo hacemos en el lodazal. Esta vez le fallo al ritual de
sentarme en el piso con las piernas cruzadas hasta que se apaguen las luces y se escuche la danza sioux.
“Qué Indio hijo de puta”.
Llegamos el viernes, sin complicaciones -más allá de que uno se olvidó la entrada en Buenos Aires-, y nos alojamos en el segundo piso de un hogar familiar de un paisano, a tres cuadras de la Unidad Penal N° 2 de la ciudad, un castillo del terror que terminó con un simulacro de motín: con los internos pogueando en el techo las canciones de Los Redondos. “Si en Mendoza aguantamos los grados bajo cero y aguanieve -me digo-, esto no es nada”. Es verdad: soy proclive a suscribir a la idea de que para alcanzar el placer hay que pasar, tarde o temprano, por el túnel del sufrimiento. Pero esto lo pienso ahora, mientras escribo, y no cuando pego saltos en el lugar para ver si de una puta vez sale el vejete.
Los recitales de Indio, como los Mundiales de fútbol, se han convertido en una medida de tiempo. Con R. fui por primera vez, y a la platea del estadio, porque estábamos todo cagados en La Plata; con S. O., la amiga que dejaría de serlo por una vuelta de perilla del corazón, pasamos la tarde al pie del dique en el segundo Tandil; con M. caminé los diez kilómetros -ida y vuelta- de la combi al autódromo de Junín, bordeando la Laguna de Gómez. Y así.
“¿Si sale, canta Jijiji y nos vamos?”. La idea pendula en mi cabeza y, de pronto, se va a la mierda porque se cae la estantería. El apagón, la danza, el damas y caballeros, con ustedes, los fundamentalistas, y vas corriendo, con tus nikes, y las balas, van detrás... El décimo tema en la lista, veo ahora, es Black Russian. “Lucha en el barro/ con tus amigas”. Y el decimosegundo, Beemedobleve. “El barro se hace cruel/ nos viene a sepultar”. Con los redondos Dawi, Semilla y Sidotti, Indio cantó Ya nadie va a escuchar tu remera, una canción que garpó el viaje. Recordé que en un diccionario que heredé de él, mi primo había escrito en el lomo fechas y resultados de los partidos de River. Por ejemplo: “Riv 1-0 Rac S. A 28/4/02”. Entonces, en uno de sinónimos y antónimos, garabatee: “Tic... Tac efímero”. Ya nadie va a escuchar tu remera me -nos- enseñó a que cuidemos nuestro estado de ánimo.
A la vuelta del hipódromo, en la casa, jugamos una temporada con la Roma al PC Fútbol 2001, que había bajado Eneco la noche anterior de insomnio y larguirucho. Ganamos la liga y nos eliminó el Milan de la Copa UEFA. Ese juego y Los Redondos llegaron en aquella época con mi primo. El domingo a la tarde, cuando rajamos por la Avenida del Valle de fisuras para regresar por la Ruta 14, disfruté la melancolía de ya no ser; de lo que ya no era.
Llegamos el viernes, sin complicaciones -más allá de que uno se olvidó la entrada en Buenos Aires-, y nos alojamos en el segundo piso de un hogar familiar de un paisano, a tres cuadras de la Unidad Penal N° 2 de la ciudad, un castillo del terror que terminó con un simulacro de motín: con los internos pogueando en el techo las canciones de Los Redondos. “Si en Mendoza aguantamos los grados bajo cero y aguanieve -me digo-, esto no es nada”. Es verdad: soy proclive a suscribir a la idea de que para alcanzar el placer hay que pasar, tarde o temprano, por el túnel del sufrimiento. Pero esto lo pienso ahora, mientras escribo, y no cuando pego saltos en el lugar para ver si de una puta vez sale el vejete.
Los recitales de Indio, como los Mundiales de fútbol, se han convertido en una medida de tiempo. Con R. fui por primera vez, y a la platea del estadio, porque estábamos todo cagados en La Plata; con S. O., la amiga que dejaría de serlo por una vuelta de perilla del corazón, pasamos la tarde al pie del dique en el segundo Tandil; con M. caminé los diez kilómetros -ida y vuelta- de la combi al autódromo de Junín, bordeando la Laguna de Gómez. Y así.
“¿Si sale, canta Jijiji y nos vamos?”. La idea pendula en mi cabeza y, de pronto, se va a la mierda porque se cae la estantería. El apagón, la danza, el damas y caballeros, con ustedes, los fundamentalistas, y vas corriendo, con tus nikes, y las balas, van detrás... El décimo tema en la lista, veo ahora, es Black Russian. “Lucha en el barro/ con tus amigas”. Y el decimosegundo, Beemedobleve. “El barro se hace cruel/ nos viene a sepultar”. Con los redondos Dawi, Semilla y Sidotti, Indio cantó Ya nadie va a escuchar tu remera, una canción que garpó el viaje. Recordé que en un diccionario que heredé de él, mi primo había escrito en el lomo fechas y resultados de los partidos de River. Por ejemplo: “Riv 1-0 Rac S. A 28/4/02”. Entonces, en uno de sinónimos y antónimos, garabatee: “Tic... Tac efímero”. Ya nadie va a escuchar tu remera me -nos- enseñó a que cuidemos nuestro estado de ánimo.
A la vuelta del hipódromo, en la casa, jugamos una temporada con la Roma al PC Fútbol 2001, que había bajado Eneco la noche anterior de insomnio y larguirucho. Ganamos la liga y nos eliminó el Milan de la Copa UEFA. Ese juego y Los Redondos llegaron en aquella época con mi primo. El domingo a la tarde, cuando rajamos por la Avenida del Valle de fisuras para regresar por la Ruta 14, disfruté la melancolía de ya no ser; de lo que ya no era.
1 comentario:
Todo el tiempo, pienso, valga la redundancia, como contrarrestar el impiadoso paso del tiempo.
Por otro lado opino que el sr indio Carlos solari desprecia a "los pibes"
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