Se habla y escribe con frecuencia sobre la relación entre el fútbol y la estética. El asunto suele resultar estomagante. Quienes lo abordan tienden a considerar, erróneamente, que "estética" y "belleza" son sinónimos, y cabe sospechar que reducen lo "bello" a lo "bonito" o, en el mejor de los casos, a lo "armónico". Soy de los que creen que lo importante en el fútbol, como en cualquier otro deporte y, me parece, en cualquier obra humana, es la efectividad. Que tampoco hay que confundir con eso que la prensa deportiva llama "resultadismo".
Solo cuando el fútbol es efectivo es posible adentrarse en el berenjenal de la cuestión estética. Porque en el fútbol la única finalidad consiste en marcar más goles que el adversario, y todos los esfuerzos deben encaminarse a eso. Si eso ocurre, si un equipo prescinde de la banalidad, de la rutina, del preciosismo, y busca obsesivamente la victoria, con casi total seguridad proporcionará algún tipo de emoción estética.
Para entendernos, imaginemos algunos de los mejores goles de Van Basten o Henry: son de belleza indiscutible, porque ofrecen armonía, es decir, el movimiento más eficaz en el menor tiempo posible. Ahora imaginemos a un jugador que cojea y en el último minuto, con empate en el marcador, se hace con el balón y corre, resbala, se levanta, desborda milagrosamente a un defensa, sufre un tropiezo que desorienta al portero, pierde el balón pero se arrastra por el césped y llega a tiempo de rozarlo con la nariz e introducirlo en la puerta. El gol es feo de narices, valga la redundancia. Pero posee, en su angustia, azar e incertidumbre, una estética poderosa. Como El grito de Munch o gran parte del expresionismo alemán.
Eso es lo que busco yo en el fútbol. La exaltación de ciertos momentos y el placer estético de la efectividad o, por usar el término de Nietzsche, el filósofo que más gusta en la edad del pavo, de la voluntad. El taconazo porque sí tiene para mí el mismo valor que un ripio de Campoamor.
Enric González, en Una cuestión de fe (2012)
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