sábado, 19 de marzo de 2022

El pozo

(...)

-¿Cuál considera usted que es la mejor formación intelectual para un aprendiz de escritor?

-Digamos que debería ir y ahorcarse porque ha descubierto que escribir bien es intolerablemente difícil. Entonces alguien debería salvarlo sin misericordia y su propio yo debería obligarlo a escribir tan bien como pueda durante el resto de su vida. Así al menos tendría la historia de haberse colgado para empezar.

-¿Y qué opina de la gente que se ha embarcado en una carrera académica? ¿Cree que la gran cantidad de escritores que tienen un cargo docente han comprometido sus carreras literarias?

-Depende de lo que se quiera decir con compromiso. ¿Se usa como en el caso de una mujer a quien se ha comprometido? ¿O como en el caso del compromiso de un estadista? ¿O el compromiso que uno hace con el almacenero o el sastre de que pagará un poco más, pero más tarde? Un escritor que puede escribir y enseñar debe estar en condiciones de hacer ambas cosas. Muchos escritores competentes han demostrado que es algo que se puede hacer. Yo no podría hacerlo, lo sé, y admiro a los que sí han podido. Creo, sin embargo, que tal vez la vida académica podría poner un límite a la experiencia externa, limitando de ese modo el conocimiento del mundo. El conocimiento, no obstante, exige a un escritor más responsabilidad y hace más difícil escribir. Tratar de escribir algo de valor permanente es un trabajo full time aunque sólo se pasen unas pocas horas del día escribiendo. Un escritor puede compararse a un pozo. Hay tantas clases de pozos como de escritores. Lo importante es tener buena agua en el pozo, y es mejor extraer de él una cantidad regular en vez de dejarlo seco de una vez y esperar que vuelva a llenarse. Veo que me estoy alejando de la pregunta, pero la pregunta no era muy interesante.

-¿Sugeriría a un escritor joven que trabajara en un periódico? ¿En qué medida lo ayudó el entrenamiento que tuvo en el Kansas City Star?

-En el Star uno estaba obligado a aprender a escribir una frase simple, declarativa. Eso es útil para cualquiera. Trabajar en un periódico no es perjudicial para un escritor joven, y podría ser una ayuda si el escritor sabe irse a tiempo. Ése es uno de los clichés más trillados, y me disculpo por incurrir en él. Pero si usted formula preguntas viejas y gastadas, lo más probable es que reciba respuestas viejas y gastadas.

-¿Le resultan placenteras las horas dedicadas al proceso de la escritura? ¿Podría decirnos algo de ese proceso? ¿Cuándo trabaja usted? ¿Mantiene un horario fijo?

-Me resultan muy placenteras. Cuando trabajo en un libro o en un cuento escribo cada mañana, en cuanto haya luz. A esa hora nadie molesta y hace fresco o frío, y uno se pone a trabajar y entra en calor a medida que escribe. Uno lee lo que ha escrito, y como siempre se interrumpe cuando sabe qué es lo que va a ocurrir a continuación, sigue a partir de ese punto. Uno escribe hasta llegar a un lugar en el que todavía le queda jugo y sabe lo que ocurrirá a continuación, y allí se interrumpe y trata de vivir hasta el día siguiente para volver a seguir con eso. Se ha empezado, digamos, a la seis de la mañana. Y puede seguir hasta el mediodía o dejarlo antes. Cuando uno se detiene está vacío, y al mismo tiempo no vacío sino llenándose como cuando ha hecho el amor con alguien a quien ama. Nada puede dañarlo, nada puede ocurrir, nada significa nada hasta el día siguiente, cuando uno vuelve al trabajo. Lo difícil es la espera hasta el día siguiente.

-¿Puede quitarse de la cabeza el proyecto al que está entregado cuando está lejos de la máquina de escribir?

-Por supuesto. Pero para eso hace falta disciplina y esa disciplina se adquiere.

-¿Hace alguna revisión o alguna reescritura cuando lee hasta el lugar en el que se interrumpió el día anterior? ¿O las revisiones vienen más tarde, cuando todo el trabajo está terminado?

-Todos los días reescribo hasta el punto en que dejé el día anterior. Cuando todo está terminado, naturalmente lo reviso. Así se tiene otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra persona lo mecanografía, y uno ve el material en limpio. La última oportunidad son las pruebas de imprenta. Uno agradece todas esas oportunidades.

-¿Reescribe mucho?

-Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho.

-¿Había allí algún problema técnico? ¿Qué era, o que lo obstaculizaba?

-Buscaba las palabras adecuadas.

-¿La relectura es lo que le hace dar el “resto”?

-La relectura me pone en el sitio en el que la escritura tiene que seguir, sabiendo que hasta allí todo está tan bien como le ha sido posible. Siempre queda “resto” en alguna parte.

-¿Pero hay momentos en que la inspiración no aparece por ninguna parte?

-Naturalmente. Pero si uno se detuvo cuando sabía qué ocurriría a continuación, después puede seguir. Siempre que uno pueda volver a empezar todo está bien. El “resto” vendrá solo.

-Thornton Wilder habla de recursos mnémicos que ponen en marcha el día de trabajo de un escritor. Dice que una vez usted le dijo que les sacaba punta a veinte lápices.

-Creo que nunca tuve veinte lápices a la vez. Gastar la punta de siete lápices número 2 es un buen día de trabajo.

-¿Cuáles lugares le resultaron más provechosos para trabajar? El hotel Ambos Mundos parece haber sido uno, a juzgar por la cantidad de libros que usted escribió allí. ¿O el ambiente no ejerce demasiada influencia sobre su trabajo?

-El Ambos Mundos de La Habana era un muy buen lugar para trabajar. Esta finca es un lugar espléndido, o lo fue. Pero siempre he trabajado bien en todas partes. Quiero decir que he podido trabajar tan bien como puedo en distintas circunstancias. El teléfono y los visitantes son los que destruyen el trabajo.

-¿La estabilidad emocional es necesaria para escribir bien? Una vez me dijo que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado. ¿Podría explayarse más sobre el tema?

-¡Vaya pregunta! Pero lo felicito por el intento. Uno puede trabajar en cualquier momento si la gente lo deja tranquilo y nadie interrumpe. O, más bien, si uno puede ser despiadado con los demás. Pero la mejor escritura se produce, sin duda, cuando se está enamorado. Si a usted le da lo mismo, prefiero no explayarme sobre el tema.

-¿Y qué ocurre con la seguridad económica? ¿Puede hacer daño a un buen trabajo literario?

-Si llega temprano en la vida y uno ama la vida tanto como el trabajo, hace falta mucho carácter para resistir las tentaciones. Una vez que la escritura se ha convertido en el mayor vicio de uno, en el mayor placer, sólo la muerte puede interrumpirla. La seguridad económica es entonces una gran ayuda, ya que evita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir.

-¿Puede recordar exactamente el momento en que decidió convertirse en escritor?

-No, siempre quise ser escritor.

-Philip Young, en el libro que escribió sobre usted, sugiere que el shock traumático producido por la herida de metralla que usted sufrió en 1918 ejerció gran influencia sobre su trabajo de escritor. Recuerdo que en Madrid usted habló brevemente sobre esta hipótesis, considerándola poco consistente. Y luego continuó diciendo que usted pensaba que el equipamiento de un artista no era una característica adquirida sino heredada, en el sentido mendeliano.

­-Evidentemente ese año, en Madrid, no podía decirse que mi mente estuviera muy equilibrada. Lo único que podría decirse a su favor es que hablé tan sólo brevemente del señor Young y de su teoría traumática de la literatura. Tal vez las dos conmociones y la fractura de cráneo de ese año me volvieron irresponsable de mis declaraciones. Recuerdo haberle dicho que la imaginación podía ser resultado de la experiencia racial heredada. Todo eso suena como perfecta cháchara post conmoción, y creo que eso es exactamente. Así que hasta el próximo trauma de liberación, dejemos las cosas así. ¿Está de acuerdo? Pero gracias por no dar los nombres de cualquier pariente que yo pueda haber involucrado entonces. Lo divertido de las conversaciones es explorar, pero no debe escribirse gran parte de la charla, y nada de lo que sea irresponsable. Una vez escrito algo, hay que sostenerlo. Y uno puede haber dicho algo para ver si lo creía o no. En cuanto a la pregunta que usted me formuló, los efectos de las heridas varían mucho. Las heridas simples, que no rompen los huesos, son de poca importancia. A veces dan seguridad. Las heridas que producen daños importantes, óseos y nerviosos, no son buenas para los escritores ni para nadie.

-¿Relee algunos de los autores de su lista? ¿A Twain, por ejemplo?

-En el caso de Twain hay que esperar dos o tres años. Uno lo recuerda demasiado bien. Leo algo de Shakespeare todos los años, El rey Lear siempre. Leer eso levanta el ánimo.

-¿Cree que el estímulo intelectual ofrecido por la compañía de otros escritores tiene algún valor para un autor?

-Sin duda.

-En el París de la década de 1920, ¿experimentó algún tipo de “sentimiento de grupo” con otros artistas y escritores?

-No. No había sentimiento de grupo. Nos respetábamos mutuamente. Yo respetaba a muchos pintores, algunos de mi edad, otros más grandes… Gris, Picasso, Braque, Monet, que todavía estaba vivo entonces… Y algunos escritores: Joyce, Ezra, lo bueno de Stein…

-Cuando escribe, ¿alguna vez descubre que está influido por lo que está leyendo en ese momento?

-No desde que Joyce estaba escribiendo Ulises. La suya no fue una influencia directa. Pero en esa época en que las palabras que conocíamos estaban prohibidas para nosotros y teníamos que luchar por una sola palabra, la influencia de su obra fue lo que cambió todo y nos hizo posible romper con las restricciones.

-¿Pudo aprender algo de los escritores, algo sobre la escritura? Ayer me decía usted que Joyce, por ejemplo, no soportaba hablar sobre la escritura.

-En compañía de gente del mismo oficio, uno habitualmente habla de los libros de otros escritores. Cuanto mejor sea un escritor, tanto menos hablará de lo que él mismo ha escrito. Joyce era un escritor muy grande y sólo les explicaba lo que estaba haciendo a los tontos. Los escritores que él verdaderamente respetaba supuestamente eran capaces de darse cuenta de lo que él estaba haciendo, simplemente leyéndolo.

-Durante los últimos años usted parece haber eludido la compañía de los escritores. ¿Por qué?

-Eso es más complicado. Cuanto más lejos va uno con la escritura, tanto más solo está. Casi todos los viejos amigos, los mejores, mueren. Otros se alejan. Uno no los ve más que raramente, pero uno escribe y tiene con ellos casi el mismo contacto que tenía cuando se encontraba con ellos en el café, en los viejos tiempos. Uno intercambia cartas cómicas, a veces alegremente obscenas e irresponsables, y eso es casi tan bueno como charlar. Pero uno está más solo porque así es como debe trabajar y el tiempo para trabajar se acorta todo el tiempo y si uno lo malgasta siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.

-¿Y qué ocurre con la influencia de algunas de esas personas, sus contemporáneos, sobre su trabajo? ¿Cuál fue la contribución de Gertrude Stein, si hubo alguna? ¿O de Ezra Pound? ¿O de Max Perkins?

-Lo siento, pero no soy bueno para las evocaciones post mortem. Siempre hay forenses, literarios y no literarios, para ocuparse de esas cosas. La señora Stein escribió en forma bastante extensa y con considerable falta de precisión, acerca de su influencia en mi trabajo. Le resultó necesario hacerlo después de haber aprendido a escribir diálogos en un libro llamado Fiesta. Yo la quería mucho y me parecía espléndido que hubiera aprendido a escribir conversaciones. Para mí no era nuevo aprender de todos los que pudiera, vivos o muertos, y no tuve idea de que eso pudiera afectar tanto a Gertrude. Ella ya escribía muy bien en otros aspectos.

Ezra era sumamente inteligente en los temas que verdaderamente conocía. ¿Esta clase de conversación no le aburre? Estos chismes literarios de patio trasero, mientras se lava la ropa sucia de hace treinta y cinco años, me resulta asqueante. Sería diferente si uno hubiera tratado de decir toda la verdad. Eso tendría algún valor. En este caso es más simple y mejor agradecer a Gertrude todo lo que aprendí de ella sobre la relación abstracta de las palabras, decir cuánto la quería, reafirmar mi lealtad hacia Ezra como gran poeta y amigo leal, y decir que quería tanto a Max Perkins que nunca he podido aceptar que esté muerto. Max nunca me pidió que cambiara algo de lo que había escrito, sólo me pidió que quitara ciertas palabras que entonces no eran publicables. Se dejaban blancos, y cualquiera que conociera esas palabras sabía cuáles eran. Para mí no era un editor. Era un amigo sabio y un compañero maravilloso. Me gustaba la manera en que llevaba el sombrero y la manera rara en que se movían sus labios.

-¿A quiénes nombraría como sus antecesores literarios, de quienes más ha aprendido?

-Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Turguénev, Tolstoi, Dostoievski, Chejov, Andrew Marvel, John Donne, Maupassant, el buen Kipling, Thoreau, el capitán Marryat, Shakespeare, Mozart, Quevedo, Dante, Virgilio, Tintoretto, Hieronymus Bosch, Brueghel, Patinir, Goya, Giotto, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, San Juan de la Cruz, Góngora… Me llevaría un día entero recordarlos a todos. Y parece que me estoy arrogando una erudición que no poseo en vez de recordar a todas las personas que han tenido influencia sobre mi vida y mi trabajo. Ésta no es una pregunta vieja y trillada. Es una pregunta muy buena pero solemne, y requiere un examen de conciencia. Nombré pintores, o empecé a hacerlo, porque aprendo a escribir de los pintores tanto como de los escritores. ¿Me pregunta cómo es eso? Llevaría todo el día explicarlo. Creo que es obvio decir que uno también aprende de los compositores y del estudio de la armonía y el contrapunto.

-¿Alguna vez tocó algún instrumento musical?

-Solía tocar el cello. Mi madre me mantuvo un año fuera de la escuela para que estudiara música y contrapunto. Creía que yo tenía talento, pero en realidad carecía absolutamente de él. Interpretábamos música de cámara… Venía alguien a tocar el violín, mi hermana tocaba la viola, y mi madre el piano. Ese cello… Yo tocaba peor que cualquier otra persona de la Tierra. Por supuesto, ese año también hice otras cosas.

-Leer, entonces, es un placer y una ocupación constantes.

-Siempre estoy leyendo libros… Tantos como haya. Me los raciono para que nunca me falten.

-¿Alguna vez lee manuscritos originales?

-Uno puede meterse en problemas haciendo eso, a menos que conozca al autor personalmente. Hace unos años me hicieron un juicio por plagio, un hombre que decía que yo había sacado Por quién doblan las campanas de un guión cinematográfico, no publicado, que él había escrito. El lo había leído en alguna fiesta en Hollywood. Dijo que yo estaba allí, al menos había allí un tipo llamado “Ernie”, escuchando la lectura, y eso le bastó para entablarme un juicio por un millón de dólares. Al mismo tiempo demandó a los productores de las películas North West Mounted Police y Cisco Kid, alegando que también esas habían sido robadas del mismo guión inédito. Fuimos a la corte y, por supuesto, ganamos el caso. El hombre resultó ser insolvente.

-Bien, ¿podríamos volver a la lista y ocuparnos de uno de los pintores… Por ejemplo Hieronymus Bosch? La cualidad pesadillesca y simbólica de esa obra parece estar muy lejos de sus libros.

-Yo tengo pesadillas y conozco las que tienen otras personas. Pero no es necesario escribirlas. Cualquier cosa que uno omita pero conozca sigue estando en su escritura, y su cualidad aparece. Cuando un escritor omite cosas que no conoce, aparecen como agujeros en su escritura.

-¿Eso significa que un profundo conocimiento de las obras de las personas de su lista lo ayudan a hacer ese “pozo” del que hablaba antes? ¿O que esas formas fueron conscientemente una ayuda para su desarrollo de sus técnicas de escritura?

-Fueron una parte de mi aprendizaje de ver, escuchar, pensar, sentir y no sentir, y de escribir. El pozo es donde está ese “resto”. Nadie sabe de qué está hecho, y menos uno mismo. Lo que uno sabe es que lo tiene, o que tiene que esperar que vuelva.

-¿Admitiría que hay simbolismo en sus novelas?

-Supongo que hay símbolos, ya que los críticos no dejan de encontrarlos. Si no le importa, me disgusta hablar de ellos y que se me hagan preguntas al respecto. Ya es suficientemente duro escribir libros y cuentos, sin que alguien me pida además que los explique. Y, por otra parte, eso privaría de trabajo a los exégetas. Si hay cinco o seis buenos exégetas que pueden vivir de eso, ¿por qué tendría que interferir en su trabajo? Lea todo lo que escribo por el simple placer de leerlo. Cualquier otra cosa que encuentre será aquello que usted mismo ha puesto en la lectura.

-Estas preguntas referidas a la habilidad en el oficio son verdaderamente una molestia.

-Una pregunta sensata no es ni un placer ni una molestia. Todavía creo que es muy malo para un escritor hablar de cómo escribe. Escribe para ser leído con los ojos y no tendría que ser necesaria ninguna clase de explicación o disertación. Uno puede estar seguro de que hay allí mucho más de lo que será leído en cualquier primera lectura, y tras haberlo escrito, no le corresponde al escritor explicarlo ni hacer visitas guiadas a través de los territorios más complejos de su obra.

-¿Podría decirnos cuánto esfuerzo deliberado invirtió en el desarrollo de su estilo distintivo?

-Esa es una pregunta cuya contestación sería larga y fatigosa, y si uno se pasara un par de días respondiéndola, se sentiría tan autoconsciente que ya no podría escribir. Podría decir que lo que los amateurs llaman un estilo suele ser tan sólo la inevitable torpeza de alguien que intenta por primera vez hacer algo que no se ha hecho antes. Casi ningún nuevo clásico se parece a otros clásicos previos. Al principio la gente sólo ve las torpezas. Después las torpezas ya no son tan perceptibles. Cuando aparecen, la gente piensa que esas muestras de torpeza son el estilo y muchos las copian. Eso es lamentable.

-¿Hasta qué punto la concepción de un cuento aparece completa en su cabeza? ¿El tema, el argumento o algún personaje pueden cambiar a medida que la escritura avanza?

-A veces uno sabe la historia. A veces la construye a medida que avanza y no tiene idea de cómo resultará. Todo cambia a medida que uno avanza. Eso es lo que da el movimiento que produce el cuento. A veces el movimiento es tan lento que parece que nada avanza. Pero siempre hay cambio, siempre hay movimiento.

-¿Le resulta fácil cambiar de un proyecto literario a otro o continúa hasta terminar lo que ha empezado?

-El hecho de que esté interrumpiendo un trabajo serio para responder a estas preguntas demuestra que soy tan estúpido que debería recibir un severo castigo. Lo recibiré. No se preocupe.

-No hemos hablado de los personajes. ¿Los personajes de sus obras están tomados, sin excepción, de la vida real?

-Por supuesto que no. Algunos son de la vida real. En general uno inventa gente a partir del conocimiento y la comprensión y la experiencia que ha tenido con la gente.

-¿Establece usted una distinción, como hace E. M. Forster, entre personajes “planos” y “redondos”?

-Si uno describe a alguien, es plano, como una fotografía, y desde mi punto de vista eso es un fracaso. Si uno lo construye a partir de lo que conoce, deben estar en él todas las dimensiones.

-Entonces, cuando no está escribiendo, usted es constantemente un observador, en busca de algo que pueda usar.

-Sin duda. Si un escritor deja de observar está terminado. Pero no debe observar conscientemente ni pensar de qué modo algo le será útil. Tal vez al principio eso sea cierto. Pero más tarde todo lo que ve se integra en la gran reserva de cosas que sabe o que ha visto. Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Hay nueve décimas partes bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato. El viejo y el mar podría haber tenido más de mil páginas, y dar cuenta de cada personaje de la aldea y del proceso de cómo vivían, cómo habían nacido, cómo se habían educado, tenido hijos, etcétera. Otros escritores hacen eso de manera excelente. Al escribir, uno está limitado por lo que ya se ha hecho de manera satisfactoria. Así que he tratado de aprender a hacer otra cosa. Primero traté de eliminar todo lo innecesario para transmitir experiencia al lector, para que después de haber leído algo, lo leído se convirtiera en parte de su propia experiencia, y le pareciera que realmente había ocurrido. Es algo muy difícil de hacer, y trabajé muy duramente para lograrlo. De todos modos, para no explicar cómo se hace, tuve una suerte increíble en ese momento y pude transmitir la experiencia completamente. Y pude lograr que fuera una experiencia que nadie había transmitido antes. La suerte fue que tuve un buen hombre y un buen muchacho, y que últimamente los escritores se han olvidado de que todavía existen esas cosas. Después, el océano: vale tanto la pena escribir sobre el océano como sobre un hombre. Así que también fui afortunado en eso. He visto el acoplamiento de los peces espada, así que es algo que conozco. Eso no lo cuento. He visto un cardumen de más de cincuenta ballenas en esa misma zona del agua, y en una oportunidad arponeé a una de casi dieciocho metros de largo, y la perdí. De modo que eso no lo cuento. No cuento ninguna de las historias que conozco sobre la aldea de pescadores. Pero ese conocimiento es lo que constituye la parte sumergida del iceberg.

-Archibald MacLeish ha hablado de un recurso teórico que usted describió y que parece tener que ver con el tema de transmitirle la experiencia al lector. Dijo que usted lo había desarrollado mientras cubría los partidos de béisbol en la época en que trabajaba en el Kansas City Star. Era simplemente que un escritor debía concentrarse durante los momentos de aparente inactividad… que lo que describía en esos momentos tenía un efecto, un efecto, además, poderoso: el de hacer consciente al lector de aquello que sólo sabía inconscientemente…

-La anécdota es apócrifa. Nunca escribí sobre béisbol para el Star. Lo que Archie trataba de recordar eran cosas que yo intentaba aprender en Chicago, alrededor de 1920, cuando investigaba las cosas poco evidentes, inadvertidas, que constituían las emociones, como la manera en que un jugador de béisbol tiraba el guante sin mirar dónde caía, el chillido que producía la lona sobre la resina cuando un boxeador se movía, el color gris de la piel de Jack Blackburn cuando dejaba de moverse y otras cosas que yo advertía, del mismo modo que un pintor puede bocetar. Uno veía el extraño color de Blackburn, y las marcas de la navaja, y la manera en que sacudía a un hombre antes de conocer su historia. Ésas eran cosas que a uno lo conmovían antes de saber la historia.

-Finalmente, una pregunta fundamental: ¿cuál cree usted que es la función de su arte? ¿Por qué una representación de los hechos en vez de los hechos mismos?

-¿Por qué preocuparse por eso? A partir de las cosas que han ocurrido y de las cosas tal como existen y de todas las cosas que uno conoce y de todas aquellas que no puede conocer, uno hace algo por medio de su invención, algo que no es una representación sino una cosa nueva más real que cualquier otra real y viva, y uno le da vida, y si la hace suficientemente bien, también le da inmortalidad. Por eso uno escribe, y por ninguna otra razón conocida. Pero, ¿acaso no hay muchas razones que nadie conoce?

(...)

Ernest Hemingway, entrevista de George Plimpton en The Paris Review, 1958

sábado, 12 de marzo de 2022

Ironías

“William se asombró al descubrir que lo impactaba que ella hubiera tenido un amante anterior. Se dio cuenta de que había empezado a pensar que ninguno de los dos existía antes de que se encontraran”.
Stoner, novela de John Edward Williams

-¿Estás bien? -le preguntó Ayelén.

Ezequiel estaba tumbado en la cama, a su lado. Miraba el techo, a un punto fijo, todavía un tanto agitado. Giró la cabeza y Ayelén le sonrió como nunca nadie le había sonreído. Hacía 48 horas que se conocían. La pregunta lo descolocó. Qué estará viendo para preguntarme de la nada si estoy bien, se dijo. Pero le respondió instintivamente: “Sí, mi amor, ¿y vos?”. Ayelén no llegó a terminar de pronunciar que “sí” antes de tirársele encima.

-No comimos. ¿Tenés hambre? -le dijo Ezequiel después, cuando Ayelén dejó de darle besos.

Eran las cuatro de la mañana. Revisó la heladera, el freezer, la alacena. Cocinó lo que pudo con lo que tenía a mano: una pizza cargada de un buen queso fresco, con orégano. Cuando la sacó del horno, Ayelén se estiraba en el sillón como una bailarina. Ezequiel apoyó la pizza en la mesita. Ayelén no tenía ni idea de lo que sentía, pero le encantaba. Todo, se dijo, incluso las “peleítas” que intuía que se vendrían.

-Siento un leve manto de nostalgia -le dijo.
-La nostalgia reciente debe tener un nombre hindú, onda kamanduki -le respondió Ezequiel.
-No existe la nostalgia reciente.
-¿Cómo que no?
-Existe la nostalgia, la que conocemos todos.
-Bueno, basta de nostalgia -cortó él. Ella le pasó los pies por detrás de la espalda y le clavó los ojos en los suyos.
-No te enojes -le dijo.
-No me enojo para nada.
-Eso dice la gente cuando se enoja.

Decidieron irse a dormir, como si hiciesen un pacto.

-¿Mañana cuando me despierte vas a estar? -la pinchó Ezequiel.

Ayelén lo miró extrañada, ahora le tocaba a ella.

-¿Querés que me vaya? -le devolvió, el tono cambiado, falsamente serio, como controlando las emociones.

-No te lo dije por eso.

Ayelén entendió que lo que había pasado, incluso lo anterior a las 48 horas en que se veían por primera vez, como que le dijese una vez a Ezequiel que tener un presentimiento es tener fe, se parecía a un sueño.

Se rió por no entenderle la ironía, justo ella, la reina con cara de mala de las ironías.

Se durmieron abrazados.

viernes, 4 de marzo de 2022

El ayudante de campo

Mi primo Rodrigo dice que quedé por él. Que me acompañó y que me dio las indicaciones fundamentales antes de que entrara a la cancha con unos botines de mi viejo con punta de acero. Yo le digo que sólo me sostuvo el botinero. Moyano, Rebustini, un arquero acomodado al que apodamos “Tenazas” y yo fuimos los que quedamos en la prueba y entramos a la Novena de Deportivo Morón, categoría 1989.

A finales de Octava, me hicieron una oferta imposible de rechazar: una prueba en River. Éramos casi 200 pibes en una cancha en Villa Martelli. No permitían el ingreso de familiares. La pasamos dos. Fue el 20 de octubre de 2004. Lo recuerdo -gracias a Google- porque mientras volvíamos a casa con mi viejo en el Renault 12 escuchamos por radio Boca-Banfield y Palermo metió un gol de chilena. Lo grité, aunque por dentro ya pensaba como si fuera un futbolista (de River).

En la segunda prueba, sobre el final, se me acercó Daniel Onega, un histórico jugador de River entre los 60 y 70, entrenador en las inferiores. Me preguntó si tenía el pase en mi poder. Había vuelto a jugar muy bien. Dudé.

-No, lo tiene Morón -le dije la verdad.

-En la 89 tengo un cinco titular y dos que juegan igual o mejor que vos. River no va a poner dinero por tu pase -me respondió.

Pegué media vuelta y seguí en Morón. Hoy pienso cómo un instante (una decisión) puede cambiarte la vida.

Aunque en los últimos años reniegue del fútbol, mi primo Rodrigo -hincha de River- repite su hazaña: en 1994, a los siete años, con la categoría 1987 del Ateneo San Antonio de Padua, apenas le hicieron 19 goles en 30 partidos, nada en el baby. Fue el récord de valla menos vencida del Ateneo hasta 2016. “Pero el del pibe que lo rompió fue en menos partidos y en el Ascenso -me aclaró-. De Primera hay uno solo”. Días atrás me regaló una foto: él, de chico, pose de arquero, apretando una pelota, un mini Chilavert.

Ahora con mi primo retomamos un viejo ritual: jugar horas y horas, cada tanto, al PC Fútbol 2001, como cuando yo tenía doce años y él me despertaba los sábados a las siete de la mañana. Como un ayudante de campo, lo quiero siempre al costado de mi cancha.