martes, 27 de diciembre de 2022

Nunca se recuerdan los porqués

Foto: Natacha Pisarenko.

El 16 de junio de 1871, en la trastienda del café de Verdun, poco antes del mediodía, el manco acertó un golpe a cuatro bandas imposible, con efecto de retorno. Baldabiou permaneció inclinado sobre la mesa, una mano detrás de la espalda, la otra aferrada al taco, incrédulo. 
—Pero bueno. 
Se levantó, dejó el taco y salió sin despedirse. Tres días más tarde, partió. Regaló sus dos hilanderías a Hervé Joncour.
—No quiero saber nada más de la seda, Baldabiou. 
—Véndelas, idiota. 
Nadie consiguió sacarle adónde diablos tenía previsto ir. Y a hacer qué, tampoco. Se limitó a decir algo sobre Santa Inés que nadie entendió bien. 
La mañana en la que partió, Hervé Joncour le acompañó, junto con Hélène, hasta la estación de tren de Avignon. Llevaba consigo una sola maleta, y esto también era relativamente inexplicable. Cuando vio el tren, parado en el andén, depositó la maleta en el suelo. 
—Una vez conocí a uno que se había hecho construir una vía de ferrocarril sólo para él. 
Dijo. 
—Y lo mejor es que se la había hecho construir toda recta, centenares de kilómetros sin una curva. Había incluso un porqué, pero no lo recuerdo. Nunca se recuerdan los porqués. En fin, adiós. 
No estaba hecho para las conversaciones serias. Y un adiós es una conversación seria. 
Le vieron alejarse, a él y su maleta, para siempre. 
Entonces Hélène hizo algo extraño. Se separó de Hervé Joncour y corrió tras él hasta alcanzarle, y le abrazó fuerte, y mientras le abrazaba, rompió a llorar. 
No lloraba nunca, Hélène. 
Hervé Joncour vendió a un precio ridículo las dos hilanderías a Michel Lariot, un buen hombre que durante veinte años había jugado al dominó, cada sábado por la noche, con Baldabiou, perdiendo siempre, con granítica coherencia. Tenía tres hijas. Las dos primeras se llamaban Florence y Sylvie. Pero la tercera, Inés.

Seda, Alessandro Baricco, 1996 / Foto: Natacha Pisarenko.