martes, 9 de febrero de 2021

Puntos en común

—¿Ya se te fue la depresión?

Sol lo pincha a Ezequiel, abre la puerta, y le aprieta con una mano la entrepierna, todavía en la cumbre. Ezequiel la besa, sujetándole una mejilla, y se aparta para volver a verla: las piernas largas, el short de dormir, la musculosa holgada.

Baja por la escalera, como si fuese otro modo de templar el cuerpo. Se sube a la camioneta. Cuando llega a su casa y se tira en la cama, recibe una señal: Sol lo sacó por un rato de sí mismo. Había disfrutado la urgencia de una calentura, la había pasado bien sin pensar tanto. Había comenzado a ganar perspectiva.

Perspectiva, qué palabra tan hija de puta.

A la mañana siguiente, Ezequiel junta los restos de basura desperdigados por la casa. Sin darse cuenta, no repite la secuencia de los últimos días: no agarra el celular como acto reflejo al abrir los ojos, ya no se despierta tan agobiado. Vacía el cenicero. Recarga las botellas con agua. Barre la mugre del piso. Ordena papeles y libros. Airea los ambientes. “Yo no quiero a nadie, yo no me enamoro”, recuerda como un latigazo que le aclaró Sol, un rato antes de que se recostase sobre su pecho después de “hacerlo”, así diría. “¿Viste que cuando pasa el tiempo siempre te acordás de este momento?”, le dijo también, sentados en el escalón de la ventana.

Nunca había entrado a la casa de Sol. Aunque haya sido un rato, ella acaba de sacarlo de un lugar de mierda al que había llegado con Ayelén. Quizá no se sale solo. Supervivencia. Aunque piense que Sol es todo lo contrario a él. Aunque tiempo después concluya que no hay nada como encontrarse desde las diferencias. Nada tan finito. Y se estrole contra ellas.

El cartel de la autopista le marca ahora la salida. El Gordo Alan tarda quince minutos en abrirle la puerta, como siempre.

—En el mercado de la personalidad, sos mucho cráneo —le dice el Gordo Alan, su amigo-oráculo, en el fondo del patio, mientras le muestra cómo quedó la parrilla nueva—. Y la felicidad es otra cosa.

—¿Qué es? —le pregunta Ezequiel, siguiéndole el juego.

—El lugar en el que no estás, dicen. Pero no hay teorías absolutas. La felicidad son momentos, también. O son decisiones, como dice Miguel Ángel Russo.

—En cualquier momento terminás haciendo yoga.

—No estaría mal.

Jazmín lo hizo de nuevo, se huele a la distancia: las mejores pizzas caseras del Oeste para amenizar un domingo a la noche. Comen, beben, charlan. Jazmín y Alan fueron sus compañeros en el colegio. Son pareja hace más de diez años. Hasta se casaron. Ezequiel los jode: les dice que son sus papis adoptivos.

A la vuelta, él evita entrar a la autopista: vuelve por Avenida Rivadavia. En la radio suena Black Russian: te quiero tanto, que me hace daño, y si algo pasa, que nos separe. Ezequiel estira la voz cuando el Indio canta “serás hermosa”. Aprieta el acelerador. No encuentra puntos en común entre Ayelén y Sol. Eso le gusta, y se carajea por buscar puntos en común. Nabo.

Ya en la puerta de su casa, mete las manos en los bolsillos de la bermuda en busca de las llaves, y manotea sin saber de su presencia un papel, cuadrado y rojo: “¿Me prestás tu cocina casi a estrenar para hacer carne al horno con papas? Puedo compartir. ¿Lunes a las 20:30 está bien?”. Abre. Lo deja sobre la mesa. Está recontra hinchado las pelotas del amor según el Negro Dolina, pero mientras se tira boca arriba en el sillón, garabatea la frase en el aire: “Cuando una mina no te quiere, rajá”. Se ríe. Dolina dice también que no sentir ningún dolor duele más. No sé si coincido, piensa.

Ayelén no le contestó. Silencio. Ezequiel sabe que va a responderle cuando se le cante, que se acuerda de lo que le conviene, pero que un día, tarde o temprano, se sentarán frente al mismo tablero. El ajedrez y las damas se parecen, pero son juegos diferentes. Reciprocidad. O no, pero ya le importa menos. Cree.

A Ayelén también le gustaría no pensar tanto, no ver su vida como una historia que se puede controlar. Es “mucho cráneo”, como diría el Gordo Alan. Sol es expeditiva. Otra vez, la forrada de comparar. Y qué palabra horrible, ex-pe-di-ti-va. Los periodistas deportivos sermonean siempre que los centrales de un equipo de fútbol son “expeditivos”. Cortan rápido sin hacerse demasiadas preguntas.

Ezequiel se levanta, va al baño, sale y ve el papel. Busca el celular. Es de madrugada. Le escribe a Sol: “A las 20:30 está bien. Pongo el vino. Besos”. Se tira en la cama y abraza a una almohada con brazos y piernas. El ruido de las paletas metálicas del ventilador de pie, cual somnífero, le cierra los ojos.

miércoles, 3 de febrero de 2021

Stephen King, periodista deportivo

Gould me recibió con una mezcla de recelo e interés. Dijo que, si yo no tenía inconveniente, nos pondríamos mutuamente a prueba.

Como estaba lejos de los despachos del instituto, apelé a cierto grado de sinceridad y le dije al señor Gould que no sabía mucho de deporte. Él contestó:

—Piensa que la gente va al bar, se emborracha y entiende los partidos. Sólo tienes que esforzarte un poco.

Acto seguido me entregó un rollo enorme de papel amarillo para escribir a máquina las crónicas (me parece que sigo teniéndolo) y prometió pagarme medio centavo por palabra. Era la primera vez que me ofrecían dinero a cambio de escribir.

Los primeros dos artículos que presenté versaban sobre un partido de baloncesto en cuyo transcurso un jugador del instituto había superado el 35 récord de puntos del centro. Uno era la típica crónica, y el otro un apunte sobre el partido que había hecho Robert Ransom, el detentor del nuevo récord. Le llevé los dos a Gould el día después del partido, para que pudiera tenerlos el viernes (que era el día en que se publicaba el semanario).

Gould leyó la crónica, corrigió dos detalles y la descartó. Después, bolígrafo en ristre (grande y negro), acometió la lectura del articulito de fondo.

Los dos años que faltaban para acabar el instituto me depararían muchas clases de literatura, y la facultad muchas de narrativa y poesía, pero aprendí mas en diez minutos con John Gould.

Ojalá conservara el artículo, porque merecería enmarcarse con las correcciones, pero guardo un recuerdo bastante claro del texto y de su aspecto después de que Gould lo hubiera repasado con el bolígrafo negro. He aquí un ejemplo:

Anoche, en el popular gimnasio del instituto de Lisbon, la hinchada local y la de Jay Hills reaccionaron con el mismo asombro ante una proeza deportiva sin parangón en la historia del centro. Bob Ransom, cuya estatura y puntería le han granjeado el apodo de «Bob, el Bala», marcó treinta y siete puntos. No, no han ustedes leído mal. Lo hizo, además, con elegancia, rapidez... y una educación poco frecuente, que se tradujo en dos únicas personales en toda su búsqueda caballeresca de un récord que no se había roto en Lisbon desde los años de Corea... (1953)

Al llegar a «los años de Corea», Gould interrumpió la lectura y me miró.

—¿De qué año era el último récord? —preguntó.

Suerte que yo tenía mis apuntes.

—De 1953 —contesté.

Gould gruñó y siguió corrigiendo. Cuando terminó de marcar el texto tal como aparece encima de estas líneas, levantó la cabeza y vio algo en mi cara. Debí de parecerle horrorizado, pero estaba en éxtasis. Pensé: ¿por qué no hacen lo mismo los profesores de lengua? Era como el «hombre visible» que tenía Diehl en su mesa del aula de biología.

—Oye, que sólo quito lo que está mal, ¿eh? —dijo Gould—. En general es muy correcto.

—Ya —dije yo, refiriéndome a las dos cosas: a que en general era muy correcto y a que sólo quitaba lo que estaba mal—. No se repetirá.

Él rió.

—Pues entonces nunca tendrás que ganarte la vida trabajando. Podrás dedicarte a esto. ¿Quieres que te explique alguna de las correcciones?

—No —dije yo.

—Escribir una historia es contársela uno mismo —dijo él—. Cuando reescribes, lo principal es quitar todo lo que no sea la historia.

El día en que presenté mis primeros dos artículos, Gould dijo otra cosa interesante: que hay que escribir con la puerta cerrada y reescribir con la puerta abierta. Dicho de otra manera: al principio sólo escribes para ti, pero después sale afuera. Cuando ya tienes clara la historia y la has contado bien (al menos dentro de tus posibilidades), pertenece a cualquier persona que quiera leerla. O criticarla. Si tienes mucha suerte (ahora es una idea mía, no de John Gould, pero creo que él habría suscrito el concepto), serán mayoría los que prefieran lo primero a lo segundo.

Cuando Stephen King fue periodista deportivo en el Weekly Enterprise de Lisbon Falls. Lo cuenta en Mientras escribo (2000).