miércoles, 3 de marzo de 2021

Diálogos

E
stanque, con barro

[...]

Patrick tenía el jugo listo. Sostuvo la botella para que Gregory pudiera beber. El niño, logrando mantener el equilibrio de algún modo en el taburete alto de aquel bar, se inclinó entre los dos hombres, tomó el sorbete con la boca como un experto y, con el pelo caído hacia adelante, por encima de las orejas, tapándole la cara, empezó a chupar.

Patrick dijo:
-Sí, muy bien.
-¡Sí! Bien -exclamó Roger.
¿Quién era el sumiso ahora?
Llegaron los tragos y Patrick puso el dinero en la barra. Roger levantó su cerveza y Patrick su whisky; Gregory siguió con el jugo en miniatura; los tres bebieron juntos. Se produjo un momento de armonía -en esa oscuridad cósmica que hacía de aquel bar olvidado en la estación un lugar apartado del mundo- gracias al alcohol, la ausencia de mujeres y, según pensó Patrick, el amor.
-¿Pedimos otro trago? -preguntó.
-Otro -respondió Roger.
-Por estar acá -dijo Patrick, levantando su vaso.
[...]
Él lo sabía
[...]
Afuera paró un taxi. Le abrió la puerta a Alice, después se sentó a su lado y dio la dirección, y así avanzaron por Fifth Avenue, pasando por Central Park y el Plaza Hotel y Tiffany & Co., y Cartier y el Rockefeller Center y Saks, dejando atrás 40th Street y 30th Street y 20th Street, hasta Washington Square Park, donde nace la avenida, y de ahí al oeste hasta el Village. Ella se apoyó en él mientras subían los cuatro pisos de escaleras -era un edificio sin ascensor- hasta el departamento. Él abrió con llave y empujó la puerta. Encendió una luz y la condujo por el living hasta el dormitorio, donde encendió el veladorcito al lado de la cama. Tomó el abrigo de Alice y la sentó en el borde de la cama y se arrodilló en el piso delante de ella. Le empezó a tirar de la ropa para sacársela: primero los zapatos, después la falda y las medias.
-¿Podrías levantar los brazos, linda? -le dijo, antes de sacarle la blusa, pasándola por encima de la cabeza.
Le desabrochó el corpiño y le sacó eso también. La ayudó a acostarse. La tapó con las sábanas y luego se desvistió, apagó el velador y se fue desnudo al living, donde se sentó en el sofá, tocando y girando el anillo de oro en su dedo distraídamente. Después de un rato, se levantó y apagó la luz del living y volvió a oscuras, sin hacer ruido, adonde estaba ella. Levantó las sábanas y se metió en la cama a su lado y la atrajo hacia sí, haciéndole cucharita, para poder tocarle los pechos con las manos y sentir todo su cuerpo contra el suyo.
A la mañana, se dijo él antes de dormirse, se sentarían desnudos hombro con hombro, apoyándose contra las almohadas, tomando café en la cama -el suyo solo, el de ella con leche- y le hablaría directamente y con total sinceridad de retomar su carrera como actor; y al poco tiempo se besarían, y cuando hicieran el amor la penetraría con fuerza y acabaría, esperanzado, esperanzado con embarazarla, con tener un bebé, un hijo quizá -¡un varón como él!-, y creyendo con todas sus fuerzas que su familia estaba cerca, estaba por llegar al fin.
[...]
Desde entonces
[...]
Jonathan la miró oscilar a la izquierda y luego a la derecha, con los brazos como flotando en el aire a sus costados; parecía estar sumida en un trance placentero, como una cobra hipnotizada. Mirándola, sintió... ¿Qué? ¿Aprecio? ¿Afecto? ¿Amor? Se sintió afortunado de estar con ella, porque con ella se sentía tranquilo, y entonces se deslizó a su lado, la rodeó a medias con los brazos, y la atrajo suavemente hacia sí, hasta que sus caras casi se rozaban. Ella cerró los ojos y dejó que las manos de él en su cintura la mecieran.
-Se te da por portarte como un tarado a veces -le susurró ella.
-Perdón.
-Estoy harta de escucharte hablar de Rachel -dijo ella.
-No la voy a volver a mencionar -dijo él.
-Me dolió lo que dijiste.
Sarah se separó de él y se fue a unir a los otros tres.
Jonathan se paró junto a Fletcher. Sin decir una palabra, dieron media vuelta y se dirigieron a la barra.
-¿Un whisky escocés con soda? -preguntó el barman.
-Gracias -respondió Jonathan.
Ya era tarde, casi medianoche. Había tomado demasiado. De haber estado en la fiesta con Rachel, ella le habría dicho: "Ya es suficiente". Y a esa altura no estarían más en la fiesta.
Pero Rachel se había ido, para siempre, le pareció en ese momento, y -esto era a la vez demoledor y un alivio- él era libre. Y aunque sabía que esa impresión de haberse liberado de ella no duraría eternamente, que su memoria volvería a abrumarlo, no por eso dejaba de ser sustancial sentir eso: que él estaba con Sarah.
[...]

Tres fragmentos de cuentos de Otro Manhattan, de Donald Antrim

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