lunes, 27 de enero de 2025

Fútbol: arte y juego

Es evidente e incontestable que un gigantesco business gravita cada vez más en torno al fútbol y lo impregna por todas partes. Pero también el cine de Hollywood es un gigantesco business y eso no impide a algunos cineastas realizar películas geniales, y, por muy asfixiante que sea su ambiente para numerosos artistas, la industria cinematográfica, lejos de asfixiar al arte del cine, le permite desarrollarse.

Era algo habitual que las elites intelectuales de los años 30-60 denunciasen el cine como la "diversión de los ilotas" y que los supuestos marxistas viesen en él a un nuevo opio del pueblo que impedía al proletariado acceder a la conciencia revolucionaria.

Por su parte, la actual elite intelectual denuncia que el horror futbolístico y su conversión al dios del dinero es como el nuevo opio que sirve para camuflar el paro y los demás problemas sociales. Pero como toda visión reductora, también ésta olvida lo evidente: el arte, el juego, la poesía y el amor.

El fútbol es un arte cuyas sutilezas son inteligibles y están al alcance del público de cualquier nivel. Como todo arte clásico, respeta las reglas que precisamente suscitan la habilidad y el talento dentro del marco de sus propias exigencias. Es cierto que las reglas hacen surgir numerosas trampas, que se han multiplicado durante este Mundial (agarrones, codazos y zancadillas), pero éstas no han desnaturalizado el conjunto de los partidos de esta Copa.

Arte y juego, el fútbol necesita una estrategia móvil y plural. El arte futbolístico se plasma en el terreno de juego no sólo cuando hay integración, sino también cuando hay dialéctica entre el juego individual, enfocado al lucimiento personal, y el juego colectivo, en el que el individuo es sólo una pieza en todo el engranaje del conjunto. De ahí su permanente complejidad. ¿Qué debe hacer con el balón que tiene en los pies el jugador bien colocado? ¿Pasárselo a un compañero, corriendo el riesgo de que lo intercepten, o intentar la jugada personal, corriendo el riesgo de fallar? La estrategia del equipo debe elaborarse imaginando la estrategia del rival e implica también una contraestrategia. Cada equipo tiene que aplicarse no sólo en fabricar su propio juego, sino también en destruir el del rival. De hecho, las mejores ocasiones en un partido proceden de las faltas y de los errores cometidos por éste. Por último, la espera del gol es tan tensa y tan angustiosa, su consecución tan difícil y aleatoria, cuesta tantos esfuerzos y energías, que el gol desencadena, en el terreno de juego y en las gradas, un orgasmo colectivo violento y extático, lo que a su vez suscita entre los aficionados un torrente de amor hacia el goleador y hacia su equipo.

El fútbol bien jugado implica una técnica refinada, el arte de la improvisación, la intuición y, en los momentos de máxima inspiración, una cuasi-telepatía entre los compañeros de equipo, que se presentan ante el arco contrario sin dejarse ver. Pero ninguna estrategia elimina la vigencia todopoderosa del azarTodo partido implica una serie de casualidades, suerte y mala suerte. De ahí que algunos partidos mantengan la incertidumbre hasta el final. Francia tuvo baraka ante Italia, cuando el delantero italiano estrelló el balón en el travesaño; ante Croacia, con los dos goles inesperados del defensa Thuram, que sorprendieron a su mismo autor, que nunca había conseguido un gol en una Copa del Mundo; se benefició, en la final, de dos tantos sorprendentes de un Zidane acostumbrado a marcar con el pie, mientras que el equipo brasileño sufría las consecuencias de una crisis de desesperación amorosa de Ronaldo.

El fútbol es, pues, un juego soberbio, en el que, como en todo gran juego, el arte y la suerte se combaten y se combinanEvidentemente, las grandes victorias estéticas son menos frecuentes que los episodios aburridos y estériles, pero éstos hacen más preciados a aquéllos. ¡Y una vez conseguida la victoria, qué gran sentimiento de belleza, qué sensación de poesía vivida, cuánto entusiasmo!

¿Qué pasó en Francia con este Mundial? Antes de su inicio, una serie de corporaciones estaban dispuestas a sacrificar el Mundial en el altar de sus reivindicaciones laborales. Al principio, el interés y la pasión no superaban el círculo de los aficionados al fútbol. Pero al igual que se necesita tiempo para calentar un líquido hasta la temperatura de la ebullición, también fue necesario el paso del tiempo para que el país comenzase a calentarse hasta alcanzar el paroxismo final. Hubo que superar los obstáculos de las eliminatorias previas. De tal forma que la angustia, el suspense y la esperanza iban creciendo tras cada nuevo partido superado.

El estadio se fue convirtiendo, pues, poco a poco, en una gigantesca copa de amor ofrecida, regalada y mágica. Los espectadores, convertidos en actores, sintieron en su interior y comenzaron a exteriorizar comportamientos cada vez más arcaicos: pintura de los colores nacionales en los rostros y en el cuerpo, onomatopeyas recitadas, cantos, ritmos, gritos, gestos rituales, como si de una ceremonia sagrada se tratase, olas tribalizando todo el estadio en un mismo temblor circulatorio. Y es que, sin duda, todo espectador sintió la necesidad de reencontrarse con su naturaleza arcaica tan insistentemente controlada en la vida cotidiana. Una naturaleza que, como reacción a la prosa de esta vida, se expresa hoy en las múltiples fiestas de comunión que proliferan por todas partes.

La magia y la tribalización se extendieron progresivamente fuera del estadio. En un subidón pasional, cada vez más adolescentes de ambos sexos y cada vez más adultos se pintaron mejillas y frente de tricolor. Y a través de las televisiones de las casas, de los cafés, de las pantallas gigantes de las calles, en las ciudades y en las aldeas, una parte cada vez mayor de la nación se sumaba a lo que iba adquiriendo caracteres de epopeya. La milagrosa victoria sobre Italia, la contundente victoria sobre Croacia, amplificaron una espera obsesiva cada vez más llena de esperanza y de angustia. Y la obsesión fue en aumento, jaleada por los medios de comunicación, en cuyas páginas y programas el Mundial devoró a cualquier otra información. A medida que se iba precisando la esperanza de una victoria, Francia se convertía en el ombligo de un mundo mágicamente transformado en una aldea global lúdica, infantil y efímera.

Y en aras de su generosidad, de los cabezazos geniales de Zidane, de las paradas increíbles de Barthez (dos tipos de hazañas individuales en el seno de un juego completamente colectivo) y, evidentemente, en aras de la suerte, Francia accedió por fin a una victoria jamás antes conseguida. Entonces, el orgasmo futbolístico de la victoria se transforma en una ola gigantesca de felicidad, en una verdadera ola nacional que se adueña de todo el país. La tribalización del estadio, en espera de la de toda la nación, se torna en comunión nacional y proporciona un intenso placer patriótico en el que el amor narcisista del propio yo se funde con el amor común y se confunde con el amor comunitarioque cambia la superación de uno mismo en un gran Nosotros.

De esta forma, todo pasa del nivel del estadio al nivel de la nación. En el primer nivel, el fútbol es una especie de campana de cristal en la que se crea, de una forma efímera, un gran momento de alegría, de identidad compartida, de poesía y de amor. Después, la gran comunión de la identidad se extiende fuera del estadio, más allá del momento del partido. Una comunión que descubre y descubre un patriotismo profundo, encubierto, invisible, escondido, dormido, pero de pronto regenerado y revitalizado por el paso del tiempo. No es un acontecimiento estatal, político o social, sino un acontecimiento periférico, de carácter lúdico, que adopta una dimensión histórica. Este acontecimiento, al romper una capa de inercia, de costumbres y de cotidianidad, hace surgir lo que era, a la vez, muy profundo e invisible: los fundamentos místicos y míticos de la pertenencia nacional. Hubo también un síndrome de revancha. La Francia siempre vencida en el Mundial accedía milagrosamente a la victoria y (¿quizá?) reencontraba en su memoria histórica los milagros de Bouvines, Valmy y la Marne. Pero por vez primera en su Historia, la comunión francesa no procedía de una victoria militar ni de una liberación nacional, ni de una gozosa explosión como la de las dos primeras semanas de Mayo del 68, sino, al igual que en Brasil, del deporte del fútbol, lo que podría hacer pensar que el Brasil vencido brasileñizó a su vencedor. Y esta borrachera victoriosa estuvo, como en la mayoría de las competiciones futbolísticas, exenta de cualquier agresividad, de cualquier desprecio hacia el adversario, que nunca fue considerado como un enemigo. El patriotismo no se transformó en nacionalismo.

"Francia ha dejado de existir", se lamentaban los frentenacionalistas y los socialnacionalistas. Pero la que se reveló en los campeonatos mundiales fue la Francia de azul, blanco y rojo, un equipo multicolor con un tercio de cuyos héroes tiene nombre extranjero.

Y todo esto, por una de esas felices coincidencias de la vida, tuvo lugar la antevíspera de un 14 de julio. La Marseillaise es entonada espontaneamente en el estadio y en las plazas públicas. Una Marseillaise del 12 que se prolonga y se transforma en la Marseillaise del 14 de julio. Las dos fechas entraron en ósmosis y en simbiosis.

De esta forma y durante tres días, se produce una invasión y un predominio de la parte lúdica y estética de la vida en una gran parte de la población francesa y, correlativamente, se intensifica y generaliza fuera del estadio la comunión nacional que se vive durante los partidos. Algo que inevitablemente sólo podía ser provisional. Porque, a partir del mismo miércoles, nos penetró insidiosamente la melancolía poscoital. Ya comenzábamos a estar hartos y a ver hasta en la sopa los gloriosos goles de Thuram y de Zidane. Quizá por eso volvió la prosa de la vida y los intelectuales abstractos se pusieron de nuevo manos a la obra, para desmitificar el fútbol, el Mundial, el patriotismo vivido y la felicidad popular. Como siempre, desprecian en vez de comprender. Evidentemente, el éxtasis no podía durar. Pero seguirá siendo para siempre un momento de éxtasis en nuestra Historia.

Edgar Morin, sociólogo y filósofo, miércoles 22 de julio de 1998, "El éxtasis histórico de Francia", diario El Mundo, de España.