Fontana camina con las manos en los bolsillos y la mochila a la espalda y deja que Perlassi cargue con el detector de metales, la brújula y el plano.
–Tendríamos que tener un Movicom –dice Perlassi, más atento a las dificultades prácticas de la tarea que a las elucubraciones filosóficas de su amigo.
–¿Y para qué queremos un Movicom? Si acá no hay señal, y donde están Hernán y Belaúnde tampoco.
Perlassi no puede menos que darle la razón. Pero se supone que tienen que actuar sincronizados, y tiene miedo de retrasarse. Después de todo, son dos viejos siguiendo un cable enterrado por el medio del campo.
–¿Qué decías?
–Nada, nada. Yo te estoy haciendo un tratado sobre la hijaputez y vos estás más preocupado por llegar a horario.
–Hablando de horario, Belaúnde seguro que tiene todo calculado.
–Cierto. Pero nosotros vamos a llegar bien. A ver, dejame ver el mapa.
Se detienen y Perlassi obedece. Fontana recorre con el dedo lo que llevan caminado. Los López hicieron un buen trabajo. Dedicaron dos semanas a seguir el trazado de las dos líneas de cables y a dibujarlo en el mapa. Muy rápido se dieron cuenta de que Hernán tenía razón. Los cables no iban a campo traviesa, sino siguiendo los caminos de tierra. Esa situación les facilitaba a ellos las cosas, aunque los obligaba a ser prolijos tapando los pozos. No permanecerán cubiertos por los pastizales sino que quedarán ahí, junto a los caminos, por más secundarios y borrosos que estos sean.
–Es acá –dice Fontana–. Acá por donde mejor nos parezca. Pero acá.
Perlassi siente cómo le sube la angustia por la garganta. Pensó esta escena mil veces. Pero una cosa es pensar las cosas y otra bien distinta es, por fin, hacerlas. Fontana se quita la mochila de la espalda y saca las dos palas cortas. Saben que el cable no corre a más de treinta centímetros de profundidad, de nuevo como anticipó Hernán Lorgio. Empiezan a cavar.
–¿Sabés cuál es mi duda?
Perlassi habla mientras hunde la pala. Evitan que la tierra que extraen se esparza demasiado.
–Si los tipos como Manzi piensan que los hijos de puta son ellos o son los demás. Los que le hacen la contra.
–No entiendo.
–Claro. Manzi nos cagó. Eso nosotros lo sabemos. Pero Manzi: ¿piensa que nos cagó? ¿O piensa que hizo un negocio y que, de haber podido, nosotros habríamos hecho lo mismo?
Fontana, que detuvo su labor mientras el otro hablaba, retoma las paladas. Tres, cuatro veces, hasta que siente que la pala ha tocado algo. Le hace un gesto a Perlassi para que se detenga. Con extremo cuidado raspa el fondo del pozo. Ahí está. Un cable negro de más de una pulgada de diámetro. Siguen trabajando alrededor, ensanchando el espacio y el tramo descubierto de cable.
–Ojo. No nos zarpemos con abrir mucho, que después va a quedar demasiado a la vista.
–Tranquilo, Fermín. Ya sé.
Cuando tienen un segmento de unos treinta centímetros liberados dejan de sacar tierra. Fontana hurga en la mochila y saca una tenaza con el mango aislado. Dispone el pico sobre el cable y mira a Perlassi, que a su vez revisa su reloj, un Seiko automático “del tiempo de la inundación”, como decía Silvia burlándose de él y de su cacharro.
–Son las diez menos uno –informa Perlassi.
Fontana asiente.
–En eso tenés razón –dice.
–¿En que son las diez menos uno?
–No. En que casi todos los hijos de puta se creen que no son hijos de puta.
–Qué bueno, ¿no?
–¿Qué cosa?
–Eso de ser un hijo de puta y creerse buena gente. Hacés lo que querés. Cagás a medio mundo y dormís como un angelito.
–¿Vos decís? ¿Dormirá como un angelito?
Perlassi vuelve a mirar el reloj.
–Son las diez en punto.
Fontana toma aire, aferra los brazos de la tenaza y hace un corte enérgico. Se escucha el chasquido de los filamentos de cobre al separarse. Eso es todo. No hay chispazos, no hay ruido, no hay nada.
–De una cosa estoy seguro, Fermín –dice Fontana mientras se incorpora. Tanto tiempo de rodillas hace que le duelan las articulaciones–. Este hijo de punta de Manzi no va a dormir más como un angelito. Te lo garantizo.
De inmediato comienzan a tapar el pozo.
La noche de la Usina, Eduardo Sacheri, Alfaguara, 2016
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