sábado, 21 de octubre de 2017

La electricidad de los pensamientos

-¿Qué le pasa a Mateo? -le preguntó Alan a Ezequiel, y escupió con la lengua en "u" la pipa salada hacia la parte soleada de la tribuna de tres escalones.

-Nada -le respondió Ezequiel.


-¿Cómo que nada, boludo? ¿Por qué se tapa los oídos después de meter los goles? ¿Por qué pide que se callen los que lo felicitan y le cantan? ¿Por qué se enoja cuando lo aplauden?


En la tribuna de enfrente, en diagonal, el padre de uno de los chicos del equipo visitante le gritaba al hijo que pusiera más huevos, que no sea maricón, que no podían estar bailándolo así. Ezequiel lo miró a la distancia: negó levemente con la cabeza. Sentarse a un costado, alejado de los padres de los pibes, había sido una decisión acertada, aceptó. Al fin y al cabo, se dijo, él era el tío.


Mateo pasó en velocidad por la línea lateral opuesta a ellos y clavó el derechazo arriba, imposible para el arquero, un nene de nueve años que no hubiese llegado aunque saltara como Michael Jordan. Era el quinto gol de Mateo. Argentino le ganaba 5-1 a Juventud en la categoría 2008. Ezequiel le rogó a Alan que dejara de expulsar las semillas de girasol como si fueran misiles norcoreanos. Sujetó la bombilla para dibujar un círculo mínimo en la yerba y cebó un mate amargo.


-¡Faulll, la concha de tu madre, faulll! ¡Cobrá, viejo! -gritó el padre. El árbitro paró el partido. Le subió el dedo índice y le señaló la puerta del club. "Una más y se va, señor", soltó en medio de la quietud. Ezequiel reconoció que el árbitro era el taxista de la estación que solía comer una tira de asado con papas fritas mediodía de por medio en la parilla de enfrente, cuando él pasaba yéndose al trabajo.


Se semblantearon con Alan para marcar lo insoportable.


-¿Te volviste a ver con Ayelén? -le preguntó el Gordo.


-Sí -dijo.


-¿Y?


-¿Y qué?


-¿Qué onda?


-Bien.


-¿Bien qué, boludo? ¿Podés ponerle vida a tus palabras?


-¿Sabés qué me explicó Mateo? -retomó el tema Ezequiel, y presionó, a la altura del tabique, los lentes negros de sol.


-¿Qué?


-El otro día, mientras le pasaba la franela con Blem aroma naranja a los botines, una sugerencia muy atinada de la madre, sí, me contó que no le gusta que lo aplaudan y lo feliciten mientras juega porque después de eso lo sacan, y él quiere jugar hasta el final. Cosa de chicos, ¿no? O lo que es la electricidad de los pensamientos...


-¿La qué? -se sorprendió Alan, recibiendo el mate de Ezequiel.


Al lado del otro córner, los chicos tomaban todos juntos el vaso de jugo alrededor de una mesa de plástico, un clásico después de cada partido de baby fútbol de los sábados. Mateo apuró el último sorbo y comenzó a caminar hacia ellos. Abrió el alfajor de dulce de leche. Cuando se acercó, Ezequiel le dijo que se atara el cordón del botín derecho.


-¿Qué hacés, Steve Hyuga? Muy buen partido, loco -lo saludó Alan.


-¿Me lo atás vos, tío? -pidió Mateo, sin soltar el alfajor, sonriéndole al Gordo.


Ezequiel se inclinó y le indicó que pusiera el pie en su muslo. Mientras trataba de deshacer el nudo que se había formado en una punta del cordón, Mateo le preguntó bajo, sin que escuchara Alan.


-¿Quién es ese? ¿Juega mejor que Messi?


-Uf, juega diferente. Es un supercampeón que se entrena pateándole a las olas del mar.


Mateo achinó los ojos en la resolana. Hizo un gesto de incomprensión con la boca. Bajó el pie y, como todavía no había empezado el partido de la siguiente categoría, sacó la pelotita de tenis del botinero y corrió hacia el arco.


De su cabeza, una luz brillosa 
salió.

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